domingo, 30 de agosto de 2015

HOY HABRÍA CUMPLIDO 107 AÑOS


La Yaya era delgada, no muy alta. Guapa, con todas esas arrugas en su rostro alargado, muchas de ellas labradas, no a fuerza de años, sino de sonreir.

Menudita, y móvil. A mis amigos les sorprendía que tuviera una abuela tan activa, más de una vez se la encontraban por el parque, paseando, camino de la iglesia, yendo a comprar, y siempre les saludaba. Eso también les sorprendía, porque había muchas personas mayores que ya no reconocían. Ella reconocía, y más, que tenía buena memoria.

La memoria de la Yaya era, a veces, un dolor para mis amigos, porque en esos años jugamos mucho al Trivial, y juntos formábamos un equipo imbatible. Literalmente, no sólo no nos ganaron nunca, además dábamos una vuelta extra tras tener los seis quesitos, en plan humillante (no me miréis así, que yo pasé muchas veces por debajo del futbolín)

También les sorprendía que, a veces, esos fines de semana en que organizábamos una fiestecita en mi casa, aprovechando que mis padres estaban fuera, ella estuviera ahí, sentada en su lado del sofá, tan a gustito, leyendo y charlando con ellos.

Era un gusto compartir una lectura con ella, como lo era charlar, como era agradable verla llegar cada año, para pasar con nosotros seis meses. Rocko era el primero en darse cuenta: antes de que sonara el timbre ya había oído subir en el ascensor a mi padre con ella y las maletas, y estaba en la puerta, con el almohadón en la boca, moviendo la cola como si no hubiera un mañana. El almohadón de la Yaya, nunca se confundía.

Rocko también sabía que no debía entrar en su dormitorio. Era una habitación pequeña, y ella se sentía un poco agobiada ahí con ese perro tan grande que se echaba a sus pies, así que nunca pasaba de la puerta. Años después, cuando ella ya no estaba, él seguía negándose a entrar.

Cuando la Yaya se quedaba en su dormitorio, leyendo, o tocando el piano, con sus auriculares puestos, parecía que no estaba. Era la persona más discreta que he conocido. Todo lo que hacía lo hacía así. También su fe la vivía de forma discreta, callada. Nunca la escuché alardear de cristiana ni escuché beaterías de su boca. Incluso, cuando creía que lo que estábamos viendo en la tele no era adecuado, no decía nada: se limitaba a aprovechar ese momento para rezar el rosario, paseando por delante de la tele.

La última vez en mi vida que fui a misa* fue una Navidad. La Yaya no había ido a la misa del gallo,  estaba muy cansada esa nochebuena, y cuando salió a la mañana siguiente pensé que no estaba bien que fuera sola, así que la acompañé. Volvimos despacio, ella de mi brazo. No me lo pidió, nunca hablamos de ello. Con ella era todo natural. También mi falta de fe, que aceptó sin una mala cara, sin un sólo pero

Era bueno estar con la Yaya, Y hubo un día, un verano, en el pueblo, que estar con ella fue providencial. Estábamos solos con Pili, muy pequeña entonces. La niña se tragó una pieza de un juego y empezó a asfixiarse. Yo tenía ¿14 años? y me quedé congelado, pero me dijo, cógela de las piernas y levántala, rápido, y mientras yo la tenía cabeza para abajo, en vilo, metió sus dedos en la garganta, y logró sacar el trocito de plástico, justo cuando su cara se estaba poniendo azul. Si ese día yo hubiera estado solo, mi hermanita habría muerto delante de mí.

Porque ser suave no significa ser blando, ni frágil.

Nunca he olvidado esas manos. Largas, de dedos finos. Creo que las mías se parecen un poco.

Tampoco he olvidado su cabellera. Un verano estuvo viniendo con nosotros a la piscina de la huerta. A veces se soltaba el pelo: una melena larga, larguísima, resplandecientemente blanca.

Y, finalmente, un año nos dejó. Supo que le quedaba poco tiempo, apenas unos meses, puede que menos, y se volvió a su Zaragoza, para morir allí, tranquila. Sonriendo, como siempre.

Nos dejó sonrisas. Nos dejó esos muebles que siguen en el pueblo y que tan a gusto la hacían sentir en verano, los de su vieja casa, que espero sigan con nosotros muchos, muchos años. Como sus copas, que procuraré mantener a salvo en mi casa. Ahí las tengo, reluciendo en un armario: cristal de más de un siglo, de cuando el champán se bebía en copa abierta.

Y nos dejó recuerdos. He compartido con mis primas muchos de nuestros recuerdos con ella, recuerdos que, en principio, eran sólo de cada una de nosotras**, pero han acabado siendo de todas. Como son de todas las lágrimas que nos atropellan la mirada cuando escuchamos ese mensaje que grabó para toda la familia.

Y fue una de mis primas la que dijo la frase que más me viene a la cabeza cuando pienso en ella.

La Yaya es una hipótesis muy necesaria

* Quiero decir, a una misa normal, no a las de bodas, comuniones, funerales... etc
** Cuando pienso en la familia Artero, aunque hay algunos chicos, nos veo sumergidos en una marejada de primas, así que me incluyo orgullosa en ese nosotras

viernes, 14 de agosto de 2015

MI VIDA COMO EFÍMERA

Si yo naciera efímera, no habría espacio en mi vida para la reflexión, sólo para la acción. Cuando tu vida se reduce a apenas unas horas, no tienes tiempo para lo superfluo.

Si fuera una efímera, tendría breves recuerdos del agua, donde mi anterior yo habría crecido con paciencia, masticando despacio algas y restos. Tal vez rememoraría, como en un sueño, un breve vuelo buscando donde nacer, y poco más, porque nacer, incluso para una efímera, es lento y difícil

Las efímeras nacemos a la última hora del atardecer, y mientras mis alas se secan y estiran, trabajosamente, mis ojos verán, por primera y última vez, la luz perdiéndose a poniente.

Como efímera nazco cuando el día muere. Y cuando remontó el vuelo por primera vez, dejo muerte tras de mí, aunque nunca sepa quién perteneció la cáscara sin vida que queda a mi espalda. Tampoco es importante, porque nunca me haré preguntas. No hay tiempo para preguntas, dudas, ni esperanzas. Sólo tengo el instante, y debo apurarlo.

Las efímeras no notamos el frío, y la noche, incluso en verano, es fría. Tampoco el hambre, y a medida que pasa mi vida el hambre me devora, literalmente. No hay espacio en mi mente para lo banal, sólo una urgencia, que resuena en mi diminuta cabeza: busca, encuentra, ama.

Ama, ama, ama.

Si no tuve suerte, si nací demasiado lejos, o demasiado pronto, o tarde, mi vuelo será en vano, y mi vida se perderá. Pero si todo es correcto, sentiré un perfume. Primero sutil, apenas un trazo perdido en el viento; luego creciente, un brochazo, un camino, un río de fragancia que me envuelve, me atrae, me arrolla como un torrente, emitido por cien, mil, un millón de efímeras que me aguardan, y me invitan a sumarme a su danza.

Frenesí.

Si soy hembra, danzaré sobre el río, llamando a los machos, para que me sigan sobre las aguas. Si soy macho, la llamada embriagará mis sentidos y volaré hacia la noche, fundiéndome en el enjambre que crece y crece.

Éxtasis. Porque no hay espacio en mi vida para el miedo, la duda o la espera: la noche termina, como mi tiempo.

Si soy hembra, buscaré el agua para dejar mi puesta y, agotada, me dejaré llevar antes de que amanezca. Si soy macho, tal vez tenga fuerzas para revolotear unos minutos más, buscando otro enjambre, otra danza, un último instante de pasión.

Si soy una efímera, la noche muere conmigo, y lo último que verán mis ojos será un resplandor naciente, incendiando la mañana. Nacer con la oscuridad, vivir la pasión, morir en el fuego, tal es mi vida como efímera.

Tal vez os parezca una existencia sin sentido. Triste, incluso. No tendré nada más, no veré siquiera un segundo anochecer. Pero no os dejéis llevar por las apariencias, porque yo no tengo nada que lamentar. Como efímera, viviré exactamente lo mismo que cualquiera de vosotros:

Toda una vida.