martes, 1 de noviembre de 2011

EL DERECHO DE LA MUJER AL ORGASMO (en la Edad Media) II


Si el marido estaba obligado a ofrecer placer a su mujer, toda ayuda sería poca, así que filósofos y poetas dedicaron amplios esfuerzos a ofrecer información al respecto. Y de nuevo contaron con la ayuda de los clásicos, como el insigne Aristófanes, maestro de lo obsceno y divertido (recordemos como las atenienses no dicen basta hasta que la Guerra del peloponeso corta el suministro de dildos). O los consejos de Ovidio y Marcial, que van de lo general a lo explícito.

Musulmanes y judíos aportaron su valiosa contribución, ya que en ambas culturas se consideraba que Dios bendecía el amor con el placer. Y no sólo el placer heterosexual, ya que autores como Ibn Yahya sostenían que el coíto es más saludable con muchachos que con mujeres. Y Avicena  afirmaba que el amor entre mujeres resulta un buen paliativo ante la falta de atención del marido.

El gran Maimónides menciona diversos afrodisíacos, pero pronto llega a la conclusión de que nada refuerza tanto la dureza del pene como la propia lujuria, y aconseja esforzarse en retrasar el propio placer para acompasarlo al de la mujer.

Sin ser tan explícitos ni abiertos de mente como sus colegas de otras religiones, los médicos europeos, a cuenta de garantizar la fertilidad de la mujer a través del placer, bebieron de esas y otras fuentes, empezando por su propia experiencia, para ilustrar a los cristianos de bien sobre los mejores modos de excitar a sus parejas antes de la follada propiamente dicha, repasando las diversas zonas del placer femenino y buscando modos de prolongar los juegos, facilitando el gozo simultáneo de ambos cónyuges. Eso sí, con preferencia de la postura clásica (el actual misionero) al final, para asegurar la adecuada retención del esperma en el interior de la mujer. Salvo en el caso de los hombres demasiado obesos, según Alberto magno. De ahí que, como se asevera en los Cuentos de Canterbury, nada podía ser pecado dentro del matrimonio...

¡Ay, esposa mía! Tengo que tomarme ciertas libertades contigo y ofenderte gravemente antes de que me una marital mente contigo. Pero, no obstante, recuerda esto: no hay buen artesano que efectúe una buena tarea apresuradamen te; por ello, tomémonos el tiempo necesario y hagámoslo bien. No importa el rato que estemos retozando: los dos estamos atados por el sagrado vínculo del himeneo -¡bendito sea este yugo!-, y nada de lo que hagamos puede ser peca do. Un hombre no puede pecar con su esposa -sería como cortarse con su propia daga-, pues la ley permite nuestros juegos amorosos. Por lo que él estuvo «trabajando» hasta que empezó a cla rear... 

Este estado feliz para los amantes del buen follar duró hasta el siglo XIV, cuando empezó a extenderse la nefasta influencia del pensador más dañino de la antigüedad. Porque el molesto Aristóteles no estaba de acuerdo con los padres de la medicina.

Algunos creen que la hembra emite su parte de esperma en el coito... pero no se trata de esperma, sino de una secreción local propia de la mujer.

Hasta ese momento Hipócrates y Galeno, y en su nombre Avicena, marcaban la pauta en cuanto a la anatomía del sexo, pero Aristóteles encontró su voz en Averroes, el médico cordobés. Éste decidió verificar las afirmaciones del estigirita y, comprobó que, en efecto, los testículos femeninos (los ovarios) eran más pequeños que los masculinos (en realidad no es así, pero la labia de Aristóteles podría hacer dudar de la redondez del sol a un observador poco atento) y no producían esperma, luego de acuerdo a las ideas de la época no intervenían en la reproducción. Eso dejaba al hombre como único aportador de semen, y, en consecuencia, dejaba a la mujer en el papel de simple receptáculo para la simiente masculina.

Averroes, además, comprobó que muchas mujeres reconocían no sentir placer en sus relaciones sexuales, pese a lo cual quedaban preñadas de forma regular por sus escasamente hábiles esposos. Por no mencionar la evidencia de que una mujer podía tener un hijo a consecuencia de una violación. En defensa de sus posiciones, los defensores del orgasmo como base de la fecundación adujeron que, en realidad, incluso una mujer violada brutalmente experimentaba placer en la cópula y podía quedar, en consecuencia, embarazada. Como es de suponer, ese argumento se empleó para acusar a las mujeres de consentir en la violación, volviéndolas de víctimas en culpables siempre y cuando quedaran embarazadas.

Por su parte, los contrarios a Galeno se esforzaron en sostener lo innecesario del placer femenino en el embarazo y la inutilidad real del esperma de la mujer, ya que éste carecería de espíritu ni fuerza vital, al contrario que el flujo de la regla, que nutriría al feto (la amenorrea durante el embarazo hizo creer a muchos que el embrión se alimentaba de la sangre menstrual). La causa del placer femenino empezó a tambalearse: si toda la responsabilidad del embarazo recaía sobre el hombre, el gozo femenino volvería a su vieja condición de pecado.

Alberto Magno, encargado de refutar a Averroes, adujo que el esperma femenino sí era necesario para auxiliar al masculino, encargándose de facilitar su entrada al útero. Así pues, aunque no era necesario que la mujer gozara durante la cópula, si lo era que tuviera placer en algún momento previo, a fin de disponer del esperma femenino necesario. Y así llegó el Renacimiento, con la disputa aún sobre la mesa y las posiciones claramente enfrentadas, aristotélicos a un lado, galénicos al otro.

(continuará)

1 comentario:

  1. Y como era de esperar, ganó el falocentrismo.

    Hay que ver, no podíamos estar todos contentos, leches, tenían que sacar a la ciencia para negarnos el placer. Habráse visto pandilla de misóginos y todo por ser unos malos amantes acomplejados...

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