domingo, 12 de febrero de 2017
Y NADIE ENTENDIÓ NADA I El despertar del Japón moderno
Cuando el comodoro Perry desembarcó en Kurihama, en 1853, Japón era una nación feudal, con una casta guerrera, los samurai, que asumía todo el poder militar a las órdenes del shogunado. 50 años después, el emperador reinaba sobre una sociedad industrial que desplegaba un poderoso ejército de leva, tan bien equipado como cualquier fuerza europea del momento, y una armada que estaba creciendo a toda velocidad gracias a las compras a astilleros extranjeros y ya empezaba a disponer de construcciones propias.
¿Cómo fue posible un salto de esa magnitud en apenas unas décadas? China, que se había visto igualmente forzada a abrirse al mundo tras la guerra del te, entraba en el siglo XX postrada de rodillas, fragmentada y humillada por las mismas potencias extranjeras que habían obligado a Japón a comerciar y aceptar legaciones.
La diferencia radica en dos apartados distintos. Por una parte, el final del shogunado no supuso un vacío de poder, ya que renovó la figura del emperador como guía de la nación unificada, mientras que en China la larga agonía de la dinastía imperial y la llegada de los misioneros había convertido el gobierno en una triste farsa (Tokugawa y sus sucesores, tras expulsar a los misioneros, extirparon de raíz todo resto de cristianismo, ya que veían tras las cruces un intento de penetración extranjera y una amenaza a su poder). Y, al contrario que en China, una pujante clase social había aprovechado la oportunidad para tomar el protagonismo que merecía por su relevancia económica.
Sobre el papel, Japón era una sociedad congelada, sin posibilidades de movimiento entre las clases sociales desde que el Taiko Hideyoshi ordenara la caza de espadas, desarmando a la población campesina (de la cual, paradójjicamente, provenía). El shogunado Tokugawa consolidó esa estratificación y, tras la unificación de Japón, sólo los samurai estaban autorizados a portar armas. La tierra se repartió entre los daimios y sus subordinados y los campesinos quedaron atados a la tierra, mientras que el comercio y la artesanía pasaban a ser consideradas como una actividad necesaria, pero de segundo orden. Sin embargo este estado de cosas era ilusorio. En los años que siguieron al establecimiento del shogunado la economía empezó a monetizarse y, década tras década, daimios y samurais fueron endeudándose y empobreciéndose, aunmentando en consecuencia los tributos exigidos a los campesinos, que por su parte buscaban modos de huir de su suerte. La economía de ciclo cerrado de Japón (salvo unos mínimos contactos comerciales en Nagasake, todo el país estaba cerrado al exterior) generó una floreciente clase de comerciantes, artistas, artesanos y trabajadores por cuenta ajena, que a su vez dieron origen y forma a una rica vida social centrada en las grandes ciudades.
Este panorama recuerda poderosamente al de la España del Siglo de Oro. Y, como en nuestra nación, la congelación social encontró una vía de escape en las artes populares, diendo forma a lo que se conocería como el Mundo Flotante
La película El Último Samurai retrata una sociedad japonesa idílica, centrada en el equilibrio y la perfección, forzada a convertirse en una caricatura de la occidental por la presión de los imperialistas extranjeros y la ambición de aristócratas sin escrúpulos. La realidad era muy diferente: la rigidez de la sociedad nipona mantenía a raya la presión de las clases que sostenían la economía pero carecían de poder político. Tras la caída del shogunado, esas clases se hicieron por el poder y se lanzaron a una frenética carrera para modernizar su nación, siendo muy conscientes del peligro que corría Japón ante las potencias extranjeras, y viendo con claridad cristalina que la única forma de preservar su independencia y hacerse respetar por los poderosos era alcanzando el mismo nivel de fuerza que éstos. Fuerza económica, a través del comercio, renovando la agricultura, importando alimentos y aprovechando el sobrante de mano de obra que esto acarrearía para crear un sólido tejido industrial. Y fuerza militar, porque, si unos pocos cañones habían bastado para desvanecer la ilusión de fuerza de los samurais, Japón necesitaría sus propios cañones para no convertirse en un títere en manos de sus nuevos vecinos
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