En el Museo Estatal de San Petersburgo hay un cuadro que suele atraer la atención del público por lo insólito de la escena retratada. Se llama Los Cosacos Zaporogos, y es una de los lienzos más celebres de un pintor nacionalista de finales del XIX, Iliá Repin.
Por supuesto, la obra en sí es excelente, técnica y artísticamente. Se trata de una composición muy bien planteada, con una excelente iluminación y una atención al detalle que roza lo hiperrealista, pero lo interesante de esta pintura no es ni su técnica ni su ejecución, ni siquiera la historia que hay tras ella, que no deja de ser una anécdota apócrifa del siglo XVII. No obstante, para entender lo que tiene Los Cosacos de especial es preciso conocer esa anécdota
Según se cuenta, a mediados del XVII el imperio otomano trató de expandirse hacia el norte, para ocupar las orillas del Mar Negro, y para ello el sultán Mehmed IV mandó un gran ejército hacia Ucrania, junto con mensajes que solicitaban vasallaje y paso libre a los pueblos que allí habitaban, entre ellos los aludidos cosacos. El mensaje que este pueblo nómada recibió rezaba, más o menos...
Yo, el Sultán: hijo del profeta Mahoma, hermano del sol y de la luna, nieto y virrey de Dios, señor de los reinos de Macedonia, Babilonia, Jerusalén y Alto y Bajo Egipto, emperador de emperadores, rey de reyes, caballero extraordinario jamás vencido, firme guardián de la tumba de Jesucristo, elegido del mismísimo Dios, esperanza y confort del pueblo musulmán, protector y defensor del cristianismo... os ordeno, cosacos zapórogos, que os sometáis a mí de manera voluntaria y sin resistencia alguna, desistiendo de vuestros ataques.
Los zaporogos se tomaron su tiempo, derrotaron y aniquilaron a su ejército y, como se muestra en el cuadro, tras la batalla respondieron a su carta en los siguientes términos
Oh sultán, demonio turco, hermano bastardo de Satanás, amigo y secretario de Lucifer. ¿Qué clase de caballero eres si no sabrías matar un erizo a culo desnudo? El demonio caga y tu ejército traga. Jamás podrás, hijo de puta, someter a los hijos de Cristo; no tememos a tus tropas, te combatiremos por tierra y por mar, púdrete.
¡Sollastre babilónico, loco macedónico, palanganero de Jerusalén, follacabras de Alejandría, porquero del alto y bajo Egipto, cerdo armenio, ladrón de Podolia, catamita tártaro, verdugo de Kamyanéts, tonto del mundo y el inframundo, tonto ante Dios, tonto ante los hombres, nieto de la serpiente, verruga de nuestras pollas, cara de cerdo, culo de yegua, perro de matadero, vómito del Anticristo, que te follas a tu propia madre!
Nosotros, los zaporogos, declaramos, montón de mierda, que no eres digno ni de apacentar a nuestros cerdos. Para terminar, no sabemos la fecha ni tenemos calendario, pero la luna está en el cielo, es el año del Señor, y el mismo día es aquí que allá, así que bésanos el culo
Y ahora, es el momento de observar bien este cuadro y ver qué es lo que tiene de especial, lo que lo hace diferente a la mayor parte de las obras expuestas en este y cualquier otro museo. No os fijéis en los ropajes o las armas (elaborados con minuciosa gracia), ni en la composición. Fijaos en las caras, sólo en ellas.
¿No lo veis?
Cerrad los ojos. Escuchad
¿no las oís?
Carcajadas. Atronadoras.
Se están riendo
En los cuadros, sobre todo en los tipo histórico, como La Rendición de Breda o El Juramento del Juego de la Pelota, los protagonistas se muestran dignos, severos, quizás esbozando una sonrisa serena. En algunas obras como Los Borrachos, vemos risas, pero están vacías, es la risa sin sentido de quien ha embotado su mente.
Estos cosacos ni aparentan dignidad, ni están ebrios: se carcajean a mandíbula batiente, arremolinados alrededor de uno de ellos, quizás el único de toda la horda que sabe escribir, rivalizando por ver quien añade la mejor obscenidad al catálogo de improperios con los que responden a la emperifollada carta de su enemigo
Uno de ellos se sostiene la barriga con ambas manos mientras ríe estruendosamente. Delante de él, su compañero ya no puede más y se deja caer sobre la mesa, sofocado por las risotadas, llorando de la risa. No hay afectación ni decoro entre los reunidos, varios de los cuales lucen las heridas de la lucha reciente. Mañana enterrarán a sus muertos y llorarán su ausencia, pero hoy es hoy, y es el día de regocijarse y literalmente partirse de risa.
Esa carcajada es la clave del cuadro: no ríen porque hayan vencido a un ejército y puesto en ridículo a un imperio. Ríen porque nadie, y menos que nadie el pomposo Sultán, puede negarles la risa.
Se ríen porque son libres. Y Mehmet, en su lejano y lujoso palacio, no lo es.
Este cuadro era, paradójicamente, la obra favorita de Stalin, y digo paradójicamente porque Repin no habla de batallas ni de glorias, sino de libertad, de La Libertad, y encarnada como la enemiga más temible para el dictador del Kremlin
Que no os engañen con imágenes solemnes. La Libertad no es una mujer semidesnuda alzando una bandera guiando al pueblo a la batalla, ni una severa dama con una antorcha iluminando a la ciega Humanidad.
La Libertad es la carcajada. El derecho, conquistado al más alto de los precios, de reirte en la cara de los tiranos.
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