Mujer iroqués

martes, 14 de febrero de 2017

Y NADIE ENTENDIÓ NADA II Afilando los dientes



El nuevo gobierno japonés fue ecléctico a la hora de buscar ayuda. Japón necesitaba un ejército, eso era evidente, pero también una armada para proteger sus costas. Al principio algunos clanes adquirieron buques de forma privada, cañoneros ingleses, por ejemplo, que lucharon en la guerra civil que siguió a la caída del shogunado y, posteriormente, se incorporaron a la naciente escuadra imperial. En 1871 se decidió que la marina seguiría el modelo británico, ya que la Royal Navy era la fuerza naval más importante del mundo. Los primeros ironclads, fragatas acorazadas, construídos expresamente para Japón fueron los Kongo y Hiei, botados en los astilleros Earle en 1875. Inicialmente se encargaron naves a empresas ingleses y franceses, a la vez que se empezaba a trabajar en disponer de astilleros modernos en el propio Japón, pero tras la inexplicable desaparición del crucero Unebi, construido en La Gironde, el grueso de las construcciones fueron a Gran Bretaña.

Francia no logró convertirse en el principal suministrador de buques al Imperio, pero inicialmente consiguió llevarse la parte del león en la formación del ejército japonés, ya que los asesores franceses empezaron a trabajar en la tierra del sol naciente desde 1867. El ejército imperial  empezó a tomar forma en 1871 y En 1873 se instauró la leva obligatoria: pasada la época de los samuráis (y pese a la resistencia de los nostálgicos, que cuajó en la rebelón Satsuma). Los militares japoneses pronto aplicaron su espíritu práctico y, sin desdeñar lo aprendido en las academias francesas, a partir de 1875 volvieron sus ojos hacia Prusia, vencedora indiscutible en los campos de batalla europeos, así los instructores germanos, seleccionados por el mismísimo general Moltke, vencedor de la guerra francoprusiana, pronto reemplazaron a los franceses. Eso se tradujo en una doctrina que enfatizaba la necesidad de una logística minuciosa, un contínuo adiestramiento de reservistas y una importante inversión en artillería, lo que suponía unos costes que, sumados a los  que implicaba la formación de la Armada Imperial, alcanzaban el 25% del total del presupuesto nacional japonés de 1890. Japón estaba decidido a convertirse en una nación en armas.

Y pronto podría poner a prueba sus músculos. La nueva nación necesitaba mercados para sus productos y el único a su alcance en ese momento, el reino de Corea, era, en la práctica, un estado títere del imperio chino. Ya había habido fricciones con el imperio vecino por Corea y Formosa, a mediados de los 70, pronto llegaría la lucha abierta

Cuando estalló la primera guerra sinojaponesa, en 1894, los observadores extranjeros estaban convencidos de lo inevitable de la derrota nipona. No sólo los recursos humanos de china eran muy superiores, además la emperatriz Cixi llevaba décadas armando a su ejército al estilo occidental y formando una escuadra poderosísima. En el momento de romperse las hostilidades, sólo la flota de Beyyang (una de las cuatro flotas chinas), estacionada en los puertos del norte, igualaba sobradamente al despliegue japones, incluyendo 8 poderosos cruceros acorazados construidos en Alemania y Gran Bretaña. Sin embargo, mientras en Japón se había planificado y ejecutado una política naval a largo plazo, la corrupción y el descrédito de la corte imperial hacían imposible disponer una flota de semejante tamaño en condiciones operativas. De hecho, los presupuestos destinados al mantenimiento de los buques y los sueldos de los marineros llevaban años siendo malgastados en construcciones suntuarias de la emperatriz, y la indisciplina reinaba a bordo de unos buques donde los marineros, a in de conseguir comida, vendían la pólvora de los proyectiles reemplazándola por arena teñida y empleaban los cañones como basureros.

Japón, no disponiendo de recursos para la adquisición de acorazados, había aplicado la política naval francesa de naves de pequeño y mediano calado para garantizar la defensa de sus costas y ejecutar ataques rápidos y contundentes, combinada con una rigurosísima instrucción artillera por parte de la Royal Navy y una disciplina impecable a bordo de sus buques. En la batalla del rio Yalu la escuadra china perdió la mitad de sus barcos y el resto no volvió a salir de puerto. Con el mar en sus manos, los japoneses podían mover sus tropas y suministros con total libertad y concentrarse rápidamente en los lugares decisivos, anulando así la enorme superiodidad numérica china. Los ejercitos chinos fueron vencidos uno tras otro y, con los japoneses a las puertas de Pekin, la emperatriz pidió la paz en marzo de 1895, pagando una humillante compensación económica y territorial que sólo fue paliada por la intervención rusa, que obligó a Japón a devolver Port Arthur, el más estratégico de los puertos chinos, para seguidamente ocuparlo y establecer allí su escuadra del Pacífico (al contrario que Vladivostok, la base Rusa más oriental, Port Arthur estaba libre de hielos todo el año).

El resultado de esta guerra demostró lo acertado de las medidas japonesas. Los observadores occidentales, sin embargo, no le dieron demasiada importancia, ya que se había tratado de una lucha entre razas inferiores a sus ojos, y pocos comprendieron hasta qué punto había mejorado la preparación militar nipona. Cinco años después, durante la rebelión boxer, las tropas japonesas lucharon codo con codo con los contingentes occidentales, pero siguieron siendo mirados con desdén por los europeos. Y mientras tanto, Japón se preparaba para dar el golpe decisivo que le permitiría reclamar un lugar en el concierto de las naciones. La intervención de Rusia en extremo oriente tenía la muy evidente intención de garantizar la supremacía de los romanoff en ese lugar del mundo, así que el enemigo a batir sería el Oso Ruso.

En la década transcurrida entre la guerra con china y el ataque a port Arthur, Japón invirtió muy bien la cuantiosa reparación de guerra pagada por los chinos. En 1904 el ejército había pasado de desplegar seis divisiones a disponer de 13 divisiones en activo y podía movilizar de inmediato otras tantas gracias a su programa de instrucción de reservas. Sus oficiales se habían instruído en las mejores escuelas disponibles, mientras que la oficialidad rusa solía elegirse por méritos de rango, sin recibir ningún tipo de instrucción. La artillería rusa disponía de un arma de gran calidad, el cañón francés de tres pulgadas, una de las piezas más modernas del momento, pero sus artilleros ni siquiera habían recibido instrucción sobre como cargarlo porque nadie se había molestado en traducir del francés los manuales de uso. Por el contrario, los artilleros japoneses llevaban años adiestrándose en el tiro en desenfilada y el apoyo alarga distancia, en coordinación con la maniobra de la infantería. También estaban llegando las primeras ametralladoras maxim, y mientras los soldados rusos seguían recibiendo una burda instrucción  de fuego por salvas, los fusileros japoneses se entrenaban en el tiro de precisión.

El tejido industrial de la nación había crecido de forma asombrosa, lo que garantizaba una logística segura tanto para el ejército como para la armada. La propia armada había sido enteramente renovada. El presupuesto militar de 1904 suponía el 31% del producto nacional, y se había utilizado sabiamente. El almirante Togo, que a los 15 años había visto con impotencia como la Royal Navy bombardeaba impunemente el puerto de Kagoshima, disponía bajo su mando de 6 acorazados de reciente construcción, 8 cruceros acorazados, 9 cruceros y casi un centenar de unidades menores entre destructores y torpederos. Los astilleros nacionales alistaban ya un 30% de sus construcciones y sus técnicos habían desarrollado un nuevo tipo de explosivo, la shimosa, más letal que los empleados por los cañones europeos del momento. La escuadra rusa era mucho más numerosa, pero estaba dividida entre el báltico, el mar negro y el pacífico. En Porth Arthur, el escuadrón del Pacífico alineaba 7 acorazados y 8 cruceros: suficiente, sobre el papel, para hacer frente a los japoneses, pero el adiestramiento de esas unidades era muy pobre, el mantenimiento estaba descuidado, y cualquier refuerzo tardaría meses y meses en llegar.

La situación era similar en tierra, Rusia podía movilizar seis veces más tropas que japón, pero todo debía llegar desde más allá de los urales, por la vía única del transiberiano.

Algunos militares rusos eran muy conscientes del peligro al que se estaban exponiendo, pero la corte de Nicolas II consideraba que bastaría mover un dedo para aplastar a los japoneses. El zar, que sumaba a su arrogancia una notable estupidez, una gran pereza para el trabajo y una notable nipofobia, se había rodeado de aduladores, y las opiniones de los observadores de otras naciones coincidían en que para Rusia sería un juego de niños apalear a los amarillos en cuanto se pusieran en marcha. Incluso la marina británica, sobre cuyo molde se había forjado la escuadra imperial, estaba segura de que los acorazados rusos ganarían la batalla decisiva sin dificultades.

Cuando, la noche del 8 de febrero de 1904, Togo ordenó a sus torpederos lanzarse sobre Port Arthur, todas las capitales occidentales pensaron que aquello no dudaría mas que unas semanas.

Habían pasado sólo 51 años desde que el comodoro Perry forzó al Japón feudal a firmar el tratado de Tanawaka. 51 años muy bien aprovechados.

domingo, 12 de febrero de 2017

Y NADIE ENTENDIÓ NADA I El despertar del Japón moderno


Cuando el comodoro Perry desembarcó en Kurihama, en 1853, Japón era una nación feudal, con una casta guerrera, los samurai, que asumía todo el poder militar a las órdenes del shogunado. 50 años después, el emperador reinaba sobre una sociedad industrial que desplegaba un poderoso ejército de leva, tan bien equipado como cualquier fuerza europea del momento, y una armada que estaba creciendo a toda velocidad gracias a las compras a astilleros extranjeros y ya empezaba a disponer de construcciones propias.

¿Cómo fue posible un salto de esa magnitud en apenas unas décadas? China, que se había visto igualmente forzada a abrirse al mundo tras la guerra del te, entraba en el siglo XX postrada de rodillas, fragmentada y humillada por las mismas potencias extranjeras que habían obligado a Japón a comerciar y aceptar legaciones.

La diferencia radica en dos apartados distintos. Por una parte, el final del shogunado no supuso un vacío de poder, ya que renovó la figura del emperador como guía de la nación unificada, mientras que en China la larga agonía de la dinastía imperial y la llegada de los misioneros había convertido el gobierno en una triste farsa (Tokugawa y sus sucesores, tras expulsar a los misioneros, extirparon de raíz todo resto de cristianismo, ya que veían tras las cruces un intento de penetración extranjera y una amenaza a su poder). Y, al contrario que en China, una pujante clase social había aprovechado la oportunidad para tomar el protagonismo que merecía por su relevancia económica.

Sobre el papel, Japón era una sociedad congelada, sin posibilidades de movimiento entre las clases sociales desde que el Taiko Hideyoshi ordenara la caza de espadas, desarmando a la población campesina (de la cual, paradójjicamente, provenía). El shogunado Tokugawa consolidó esa estratificación y, tras la unificación de Japón, sólo los samurai estaban autorizados a portar armas. La tierra se repartió entre los daimios y sus subordinados y los campesinos quedaron atados a la tierra, mientras que el comercio y la artesanía pasaban a ser consideradas como una actividad necesaria, pero de segundo orden. Sin embargo este estado de cosas era ilusorio. En los años que siguieron al establecimiento del shogunado la economía empezó a monetizarse y, década tras década, daimios y samurais fueron endeudándose y empobreciéndose, aunmentando en consecuencia los tributos exigidos a los campesinos, que por su parte buscaban modos de huir de su suerte. La economía de ciclo cerrado de Japón (salvo unos mínimos contactos comerciales en Nagasake, todo el país estaba cerrado al exterior) generó una floreciente clase de comerciantes, artistas, artesanos y trabajadores por cuenta ajena, que a su vez dieron origen y forma a una rica vida social centrada en las grandes ciudades.

Este panorama recuerda poderosamente al de la España del Siglo de Oro. Y, como en nuestra nación, la congelación social encontró una vía de escape en las artes populares, diendo forma a lo que se conocería como el Mundo Flotante

La película El Último Samurai retrata una sociedad japonesa idílica, centrada en el equilibrio y la perfección, forzada a convertirse en una caricatura de la occidental por la presión de los imperialistas extranjeros y la ambición de aristócratas sin escrúpulos. La realidad era muy diferente: la rigidez de la sociedad nipona mantenía a raya la presión de las clases que sostenían la economía pero carecían de poder político. Tras la caída del shogunado, esas clases se hicieron por el poder y se lanzaron a una frenética carrera para modernizar su nación, siendo muy conscientes del peligro que corría Japón ante las potencias extranjeras, y viendo con claridad cristalina que la única forma de preservar su independencia y hacerse respetar por los poderosos era alcanzando el mismo nivel de fuerza que éstos. Fuerza económica, a través del comercio, renovando la agricultura, importando alimentos y aprovechando el sobrante de mano de obra que esto acarrearía para crear un sólido tejido industrial. Y fuerza militar, porque, si unos pocos cañones habían bastado para desvanecer la ilusión de fuerza de los samurais, Japón necesitaría sus propios cañones para no convertirse en un títere en manos de sus nuevos vecinos