Mujer iroqués

jueves, 18 de abril de 2019

NO, NO ES UN ACTO NEUTRAL


Desde hace unos tres años, puede que un poco más, me dedico a dibujar personas. Empezaron siendo rostros: un anciano que vi en un bar, una mujer en el metro. Algo en sus facciones me hipnotizó, saqué el lápiz y aboceté lo más rápido posible, procurando no molestar. Luego, en el Nowhere 2017, empecé a dibujar casi compulsivamente a todo aquel que me llamara la atención, y luego he seguido haciéndolo, ya de forma menos compulsiva. Incluyendo tanto esbozos sacados en el momento como sesiones con modelos.

Me diréis, no hay problema, eso es un excelente ejercicio artístico, y el arte es neutral ¿no? reflejo lo que veo.

Y una mierda. Y lo peor es que si me hubieran preguntado, yo habría soltado ese topicazo, pero cuando alguien te señala lo que está delante de ti, aunque no lo hubieras visto hasta ese momento, ya no puedes mirar para otro lado.

Al dibujar puedo estar haciendo, en efecto, algo neutral, o incluso algo positivo, pero también hay dibujos en los que tomo una posición de poder sobre el sujeto dibujado. Y al hacerlo le niego su valor de persona, lo convierto en objeto.

Vamos a dejar de hablar de forma neutra. Esto tiene un sesgo de género. Esto se lo hago a mujeres.

Me lo acaba de señalar una amiga a la que quería dibujar. Ella fue consciente cuando hablamos y, por suerte, tiene suficiente confianza en mí como para decirme las cosas a las claras. Al señalarle qué elementos de su cuerpo llaman mi atención, le estaba diciendo cómo debería ser su cuerpo, no cómo es. Estaba usando mi dibujo como herramienta de poder.

Si acabas de pensar, ya están exagerando las feministas y los bobos que les ríen las gracias hazme el favor de salir y borrar este blog de tu lista de enlaces.

No se trata de algo inocente ¿Recordáis el manido concepto de la mujer objeto? se refería a la mujer como adorno, como condecoración, como muestra de poder para su poseedor. Puede que hoy ese tipo de objetificación sea tan evidente que pocas veces pasa por delante sin que lo veamos y lo señalemos, pero hay otras formas y no sólo nos pasan desapercibidas, sino que están por todas partes.

Estoy repasando dos años de bocetos. Y lo estoy viendo: la conversión de sujeto en objeto. No en todos los bocetos, de hecho si fuera así sería un grave problema ya que no podría verlo. Pero sí está a la vista en unos pocos, y esos me permiten establecer un patrón. Es el viejo aforismo de La Excepcion Confirma La Regla, que no se refiere, como mucha gente cree, a que no puede establecerse una norma si no tiene una excepción, sino a que no es posible poner a prueba una hipótesis sin excepciones que se salgan de la norma, porque son las excepciones las que se usan como prueba para verificar la falsedad de la hipótesis. Lo sé, suena confuso, pero es así como funciona el pensamiento crítico.

Hipótesis: el dibujar a la gente es un acto neutral sin consecuencias

Falsación: si hay dibujos donde es evidente la no neutralidad y las consecuencias, la hipótesis es falsa

Ante todo, insisto, hay muchos de mis bocetos totalmente neutrales. Como dije arriba, dibujé a personas y situaciones que me llamaron la atención. Por como se movía su ropa o su cabello, por el efecto de la luz o las sombras, por su gestualidad, por el modo en que bailaban... cientos. Los veo y lo único que siento en ellos es que capté el momento.

Os aclaro que estoy intentando ser objetivo. Puedo no lograrlo, después de todo estoy examinando algo muy personal, muy mío.

En otros dibujos no me he limitado a dibujar espontáneamente, sino que los hice con una intención expresa. Algunos son retratos, otros son peticiones. No estoy quitando su esencia a la persona sino tratando de captarla. Al hacerlo es posible que no sea realista, ya que a veces es más importante el pliegue de una sonrisa que la forma exacta de una nariz

Y llegamos a los dibujos que tienen encima la luz roja. Todos tienen una característica común: no son dibujos espontáneos, sino de modelo. De posado, si preferís ese término. Voy a subir dos lápices



Los hice durante la misma sesión. En el primero yo elegí el momento y el punto de vista. En el segundo, no ¿Notáis la diferencia? El primero está profundamente sexualizado, el segundo no. El primero es mi elección, el segundo es la elección de la modelo.

En el primero, he tomado poder sobre la persona y la he puesto por debajo de mí. La he hecho objeto

Prueba del algodón. La misma modelo, unos minutos después. Yo no me he movido, ella elige su postura.


Pose natural, cómoda, me mira a los ojos, me ve dibujar y participa. Ambos estamos tomando parte en ello. En igualdad.

Ahí radica la diferencia. Si una persona me pide que haga un retrato, hay una voluntad junto a la mía. No le estoy diciendo como debe ser, sólo interpretando cómo es.

Si dibujo algo que me llama la atención, sin premeditación, no estoy influyendo en lo que veo, porque la urgencia es captar antes de que el momento se vaya. Las decisiones que tomo son de tipo práctico, debo captar los elementos básicos que dan forma a ese momento, no puedo decidir los detalles. En última instancia lograré captar aquello que me atrajo, pero no lo recrearé a mi voluntad

Pero, si planifico, si soy yo quien toma las decisiones, si ninguneo la voluntad o el confort de la persona que está delante de mí, estoy introduciendo un sesgo tóxico. Si le pido a mi modelo que se ponga de tal o cual manera, si elijo el ángulo, si decido qué remarcar o ignorar, si le digo lo que opino de su físico, le impongo mi voluntad. Tomo poder. Y no tengo derecho a hacerlo.

Vaya tontería ¿verdad? estoy poniendo etiquetas a acciones inconscientes. Pero están ahí, y no puedo volver a no verlas. Ni debo: si es mío, si es personal, debe ser ético.

¿Soluciones? Solo hay una: no volver a hacerlo. Y vigilar, conscientemente, hasta que me resulte natural

Hace un año comenté sobre lo estúpido que es pensar que te has quitado de encima los lastres, los micromachismos, los sesgos. Eso que dicen de deconstruir la masculinidad. Y avisé, si crees que ya lo has logrado la realidad te va a decir lo contrario a bofetadas. Pues mira, me acabo de llevar otra, así que, de deconstruido, poquito.

¿Que no querías arroz? toma, dos tazas

viernes, 12 de abril de 2019

LA FALACIA DEL CI





Hace unos años volvieron a hacerme un test de inteligencia. Mi puntuación fue bastante alta, ya lo fue la primera vez, así que no me llevé ninguna sorpresa.

¿Significa eso que soy especialmente inteligente?

No.

Significa que respondo bien a los test de inteligencia. Y también significa que los test de inteligencia se utilizan de forma errónea.

A principios del siglo XX, tras universalizarse en Francia la escolarización infantil, el profesor Alfred Binet se planteó que era necesaria una herramienta para poder comprender las necesidades específicas de cada persona. Una buena parte del alumnado aprendía y evolucionaba correctamente con el modelo básico de educación, pero había otra parte que, por disparidades de origen social, por problemas idiomáticos, por situaciones familiares difíciles, incluso por características específicas de cada niño, requerían una atención más personalizada a fin de que pudieran aprovechar esa educación. En esos años se barajaban ideas que hoy se nos antojan ridículas, como la forma y tamaño de la cabeza, la proporción corporal, la expresión del rostro o el color de la piel para prejuzgar la inteligencia de las personas. Binet opinaba que eso sólo eran ideas discriminatorias y que se necesitaba un baremo intelectual, no físico. Aunque era consciente de que la inteligencia es un conjunto muy complejo de características, y eso implicaba que cualquier herramienta que desarrollara sólo mediría algunas de ellas, logró poner a punto lo que se llamó posteriormente el cuestionario Binet-Simon, el primer test de inteligencia del mundo. Claro que en esos años no se usaban conceptos como Coeficiente Intelectual, sino el de edad mental.

Con su cuestionario, Binet podía identificar a los alumnos a los que debía prestar más atención y apoyo, pero era consciente, y alertó, de que un mal uso de su herramienta podía llevar a una discriminación de los alumnos con problemas. Eso es lo que sucedió: en vez de dedicar más recursos a quienes los necesitaban, se empezó a dejar de lado a los niños y niñas que, en los resultados del test, eran catalogados como débiles mentales.

Estos planteamientos cayeron en medio de las ideas sobre eugenesia que proliferaban en la primera mitad del siglo XX, formando un caldo de cultivo perfecto para convertir la medición de la inteligencia en una excusa con patina científica para justificar cualquier política segregacionista. En Francia, se empezó a tildar de nidos de idiocia a determinadas regiones periféricas, como Calais, señalando que el rendimiento escolar de sus niños era inferior al de otras regiones. El hecho de que el habla de esas zonas fuera diferente al francés oficial en el que se impartían las clases nunca fue tenido en cuenta, como no se tenían en cuenta las condiciones sociales, económicas y familiares de los niños. Los palurdos eran tontos, luego probablemente eran palurdos porque eran tontos.

En EEUU, en los años 20, se demostró que la población de color era más y más estúpida a medida que se viajaba a los estados del Sur. En vez de plantearse si las infames condiciones de vida en la que se mantenía a esa población, incluyendo unas tasas brutales de analfabetismo, influían en los resultados, se concluyó que los negros inteligentes tendían a viajar hacia los estados del norte, buscando climas más templados. También se aplicaron durante los años 30 los tests a los inmigrantes que venían de Europa, para evitar una contaminación por parte de gentes demasiado incapaces. Nada sorprendentemente, resultó que los más inteligentes eran los inmigrantes de origen anglosajón, germano o nórdico, mientras que húngaros, polacos, italianos, griegos y, por supuesto, judíos de cualquier nacionalidad, eran retrasados.

Pasada la guerra la eugenesia cayó en el olvido (aparentemente*) pero el uso negativo de la medición de la inteligencia se mantuvo. El ejemplo más duro es Gran Bretaña, donde se estableció un punto de corte en la educación en el que, en función de los resultados obtenidos mediante un test de inteligencia, se decidía qué alumnos podían acceder a la educación superior y cuáles se quedarían fuera del sistema. De nuevo, resultó que en los barrios obreros, el porcentaje de tontos era increíblemente alto, y la educación dejo de servir como escalera para la mejora social. Un test decidía sobre qué opciones laborales tendrías en el futuro.

En España eso se ha visto en colegios privados y concertados, donde se procuraba (supongo que sigue procurándose) desanimar a los alumnos que no dan un buen rendimiento, a fin de que se vayan a otros colegios y no bajen esas estupendas medias de notas en las que se basa su negocio.

Y volvemos al comienzo de mi exposición ¿qué tiene que ver lo que he expuesto con el hecho de que los test le den a alguien una puntuación alta. De hecho, de cuando en cuando surge la noticia de que cada vez la media del coeficiente intelectual de la población ha ido aumentando, y eso indica que las cosas van bien ¿no?

Repito mi argumento: sacamos puntuaciones más altas en los test de inteligencia porque hacemos mejor los test de inteligencia, no porque seamos más inteligentes.

¿Cómo se mide el éxito de una política educativa? Por los resultados en test de los alumnos. El mismo baremo que indica el nivel de éxito de una determinada escuela. Si ese baremo fuera muy bajo, de acuerdo a las ideas de Binet habría que dedicar más recursos a corregir los problemas de los alumnos en situaciones más desfavorecidas, prestar atención a los entornos familiares y mejorar la protección en general a la infancia. Pero lo que se hace es centrarse en los cambios que permiten responder mejor a las preguntas de los tests.

Es decir, el aumento del CI medio en nuestra sociedad no implica una mejora en los programas educativos, sino que los programas educativos se han ido adaptando a la resolución de los test de medición del CI.

Vamos a mi caso concreto. En los tests hay secciones dedicadas a la inteligencia espacial/visual, como los de En base a estas figuras ¿cual sería la siguiente en la secuencia?. Yo soy ilustrador, llevo décadas trabajando sobre conceptos similares, luego cualquier pregunta de ese tipo siempre me dará una buena puntuación, y mejorará mi resultado final, independientemente de mi inteligencia real. Estoy adiestrado para superar ese tipo de test porque no hay un cuestionario específico que tenga en cuenta esa circunstancia.

Ahora mismo en España se intenta corregir los problemas detectados en el informe PISA, que deja a España por debajo de la media europea. Voy a hacer una predicción: cualquier reforma que se haga al respecto se centrará en garantizar exclusivamente que los alumnos respondan bien a las preguntas de los cuestionarios.  Así en próximos informes PISA el gobierno de turno podrá alardear de haber salvado la educación. Y esto no es sólo cortoplacista, es directamente pernicioso, por no decir perverso.

La herramienta es válida: en esencia, los test de inteligencia, correctamente aplicados, y procurando que tengan en cuenta todas las variables posibles, pueden ser de gran utilidad. Pero mientras sigan usándose como excusa para colgarse medallas, sólo servirán para incrementar la desigualdad. Ahora mismo hay más preocupación y se presta más atención mediática** a garantizar que los alumnos con altas capacidades reciban una atención personalizada para que puedan aprovechar correctamente todo su potencial, que en mejorar las condiciones de la educación para quienes quedan por debajo de las medias.

Justo el polo opuesto de lo que intentaba hacer Binet.

* Cada cierto tiempo, en EEUU aparece algún sesudo estudio estadístico que demuestra que los pobres, los afroamericanos, los chicanos y, en general, cualquier grupo social desfavorecido, lo es porque su inteligencia media es inferior a la de los adinerados, y de ahí se deduce que aplicar políticas sociales es innecesario e inútil. Como The Bell Curve, publicado en 1994

** por no mencionar la mitificación que se hace en la ficción de los superdotados, como en The Big Bang Theory o los procedurales de policía científica, como Bones o CSI

domingo, 7 de abril de 2019

VA DE VIÑETAS_NARRAR COMO SÓLO ÉL SABE



Primera viñeta: en medio de la gente que camina por la Rambla vemos a un anciano, solo, de pie. Nadie se fija en él. Extiende la mano, por primera vez en su vida. La recoge, avergonzado, y luego se fuerza a hacerlo de nuevo, hasta que alguien le pone una moneda en ella. En la última imagen compartimos su desesperada humillación. 18 viñetas para la historia de una vida y sólo tres planos alternándose: la calle, el rostro, la mano.

Por comparación, la apertura de la película Up es un derroche de elementos innecesarios

En Rambla Arriba, Rambla Abajo, nos encontramos un magistral ejercicio narrativo. Mientras Pablo (el sosías del autor) y Adolfo (su gran amigo) pasean por la Rambla, rozamos docenas de historias laterales. Algunas de tan sólo cuatro o cinco viñetas, sin diálogo. Otras llenas de texto, apresuradas, torrenciales, como el alud de dolor y tristeza que vierte una pobre viejecita sobre un guardia, a quien nadie ha enseñado qué hacer frente a una situación así, y que de pronto recuerda cuánto tiempo hace que no escribe a su madre. O la propia historia de Pablo, que va buscando un polvo y acaba descubriendo lo mierda que puede llegar a ser cuando se deja llevar por su egoísmo.

Porque Carlos Giménez no tiene contemplaciones ni consigo mismo.

Siempre que se habla de él suele mencionarse su trabajo en Gringo o cómo pulió su estilo en Dani Futuro. Yo no llegué a esa etapa, le conocí después, ilustrando un cuento de Stanislav Lem, y otra historia de ambiente futurista llamada Los Verdugos, una versión de un relato de London tan cruda y descarnada que aún siento escalofríos. Tras ellas, otras historias largas y elegantes, Koolau el Leproso y Hom, pero aún tenía que descubrir la otra faceta de Carlos, no como autor de ficción, sino como narrador de lo cotidiano. De una cotidianeidad terrible

Tenía poco más de 20 años cuando leí Paracuellos. A unas amigas más jóvenes que yo les sonaba a exageración absurda, pero a mí me hizo recordar algunos de los peores momentos que viví en nuestro colegio, que en realidad no eran ni la milésima parte de lo que conocieron Carlos y sus condiscípulos.

Es una narración brutalmente austera, sin artificios. Cada dos páginas una historia sin salida, sin luces. Niños viviendo y normalizando una pesadilla. Siempre buscando el plano bajo, el punto de mira de las víctimas, salvo cuando toca retratar a los verdugos, los adultos con poder de vida o muerte sobre los presos, porque Paracuellos es una cárcel disfrazada de colegio y, para los niños, esos adultos resultan enormes, en tamaño y brutalidad.

El hambre omnipresente, el frío atroz, el calor abrasador, los castigos sin sentido, la rabia y frustración de los carceleros. Y de los niños, como Porterito, el abusador, porque se puede.

Siempre el plano exacto, el ángulo correcto, como en La Siesta, donde Giménez, tras una introducción directa y limpia, va desde el plano general al primer plano, consiguiendo que el calor reverbere en nuestras cabezas, y luego otro plano alternado, que se abre al final para mostrar la tortura en que se puede convertir algo tan anodino como la siesta. O La Visita, donde un niño sufre un castigo de especial crueldad por el simple capricho de la guardadora.

Tras Paracuellos vino Barrio, y aquí encontramos a Carlos en estado de gracia. Narraciones más complejas, personajes más variados, situaciones que van desde la anécdota casi trivial al recurso reiterado de la habitación alquilada, para ir presentando a los personajes. Hay un nuevo uso del plano bajo, siempre que nuestro Pablito está con su madre, la única figura de respeto en toda la obra. Y, finalmente, cuando creemos que ya conocemos el paisaje, un giro narrativo salvaje en las dos últimas historietas, para recordarnos que, más allá de Paracuellos, no estaba la libertad, sólo una cárcel más ancha.


Para mí el mayor alarde narrativo de Barrio es La chabola, un largo plano secuencia dividido en dos partes, mostrando cómo la fraternidad de los que no tienen nada puede ser lo único que marque la diferencia. Y aquí Carlos se permite hasta el lujo de cegarnos cuando los protagonistas quedan ciegos, dejando que compartamos sus sensaciones sin necesidad de imágenes, sólo oscuridad

Lo más gracioso es que en esos años ya se hablaba de Giménez como de un autor que había alcanzado la madurez, y en realidad apenas estaba despegando. Es cierto que, unidas, las historias de Paracuellos y Barrio suman un todo tan vivo y directo que, probablemente, sean lo mejor de su producción*, pero en lo que vino después, como Los Profesionales**, Carlos siguió mejorando y puliendo el arte de narrar. Esta vez buscando la complicidad y la sonrisa, cuando no la risa directa y espontánea. Aquí el diálogo cobra mucha más importancia, pero no tanta como la gestualización. De un dibujo más o menos realista dentro de la simplificación, pasamos a la caricatura, y sin embargo apenas hay diferencia de estilo, es la magia de unos pocos trazos. Pero debajo sigue latiendo lo mismo: el cabezazo continuo contra las paredes, porque los barrotes siguen ahí

La producción de Carlos es casi inabarcable. Y, lógicamente, hay altibajos, e incluso cagadas (como algunas de las Historias de sexo y chapuza, tan tópicas que dan hasta grima). Pero hasta en las cagadas vemos el oficio del narrador. Giménez puede flaquear en los argumentos, demasiado burdos o simplistas, pero ni una sola vez falla en el mecanismo narrativo. Un buen ejemplo es una de sus obras más largas de los últimos tiempos, Pepe, donde nos cuenta la historia de uno de sus amigos, y al mismo tiempo uno de los artistas con más talento que ha tenido este país. En sí podríamos pensar que la obra es fallida: el autor quiere transmitirnos su afecto por Pepe, pero el sabor de boca que acabo sintiendo es que, quizás, él nunca mereció ese afecto.

Aquí la narración gráfica es impecable, jugando con los tiempos y los ritmos, ajustando con precisión la información visual. Lo que no engrana bien es el uso de los textos, porque aunque el autor los dosifica con cuidado, en ocasiones vemos como las palabras tratan de justificar, no de explicar.

Poco más puedo decir. Cuando oigo hablar del nivel narrativo de autores como John Byrne o Frank Miller, me da la risa. Creo que ni siquiera autores de la talla de Gaiman o Moore están a la altura de Giménez como narradores. Sus iguales están entre los verdaderos gigantes, como Will Eisner. Supongo que, de haber nacido en EEUU, sería considerado como el mayor autor vivo, pero claro, si hubiera nacido en EEUU nunca habría podido contar las historias que le convirtieron en quién es.

Y ¿sabéis una cosa? Además, es buena persona. Porque las buenas personas no son las que no cometen errores, sino las que tratan de aprender después de un error. Todos los que nos hemos encontrado alguna vez con él (en mi caso, sólo en dos ocasiones, y ambas fugaces, apenas unos minutos de conversación), lo hemos sentido. Dado que no puedes sentir rabia de una buena persona, le admiro y trato de aprender de él. Y, cuando pienso en como narrar algo, me pregunto ¿cómo lo haría Carlos?




* Carlos ha ido completando todo el paisaje de Paracuellos y Barrio. Los monográficos que se están publicando en estos años nos permiten ver de un tirón su evolución a lo largo de cuatro décadas.

** Tanto Rambla Arriba como Pepe se encuadran dentro del conjunto de Los Profesionales