Mujer iroqués

lunes, 23 de mayo de 2011

ALGUNAS RECOMENDACIONES: Fantasía (II)


Por motivos que escapan a mi comprensión, Lord Dunsany fue incluido en los años 80 dentro del conjunto de autores relacionados con los Mitos de Cthulhu. Resulta raro, ya que no podria haber más diferencias entre el colectivo de imitadores de Lovecraft y la frescura y originalidad del autor irlandés.

Edward John Moreton, barón de Dunsany, escribió una buena cantidad de relatos breves y tres novelas, todos de temática fantástica. Su estilo es ligero, a veces en la línea de las Mil y una Noches, otras ácido y divertido, siempre ameno y muy, muy placentero de leer. Sus personajes son, como mínimo, atípicos. No dudan en lanzarse a aventuras surrealistas y rara vez salen bien parados. En ocasiones son mezquinos, otras simples espectadores, a menudo románticos, las menos de las veces, heróicos. 

Los títulos de sus relatos son un buen anticipo a su lectura: La angustiosa historia del joyero Thangobrind, La improbable aventura de tres hombres de letras, La señorita Cubbidge y el dragón del romance, El Gámbito de los tres marineros, De cómo llegó Plash-Goo al país que nadie desea... 

A título de curiosidad, Dunsany era un enamorado de la España Medieval, y dos de sus novelas, Don Rodrigo y El Crepúsculo de la Magia, están ambientadas ahí. En cambio su novela más célebre, La hija del rey del País de los Elfos, combina dos escenarios extrañamente dispares, una población pequeñoburguesa en una Inglaterra atemporal, y la nebulosa tierra faérica. Dicho sea de paso, por más que algunos fanáticos se obstinan en considerar esta obra como una antesala al Señor de los Anillos, yerran de cabo a rabo. La novela de Dunsany no tiene nada que ver con el universo de Tolkien, más allá de usar una terminología común.

Si tuviera que elegir una lectura inmediata, no sería una de las novelas, sino alguno de sus relatos. Si sólo pudiera elegir dos, empezaría la noche con el primer cuento suyo que leí, Días de ocio en el País del Yann, que puede conseguirse en Alianza Bolsillo, en la recopilación Cuentos de un soñador. Pero si me obligaran a tomar uno y sólo uno, no tendría dudas. En la misma selección está Blagdaross, el diálogo que entablan en un vertedero una tetera rota, una cerilla mojada, la soga de un suicida y Blagdaross, un caballito de madera roto y abandonado. No me avergüenza decir que cada vez que llego al final del relato, lloro a lágrima viva de pura emoción.

Antes mencioné a Lovecraft. A los 17 años me volví un lector entusiasta de su obra, de mano de uno de mis amigos (y padre de mi supersobri). Honradamente, debo confesar que el nivel literario del amigo HP, sin ser desdeñable, no me invita a recomendárselo a nadie, ya que la mayoría de sus historias, aunque amenas, son bastante repetitivas y sólo aptos para fans. Pero hay uno cuya lectura me parece más que aconsejable para cualquiera que quiera leer fantasía de calidad, un extraño y siniestro relato titulado El Color que cayó del Espacio.

El Color suele incluirse en las recopilaciones de los Mitos de Chtulhu, pero no tiene relación más allá del lugar donde se ambienta la historia, una aislada granja decrépita, habitada por una familia de campesinos de escasas luces y excesiva consanguineidad, en la mohosa Nueva Inglaterra que fascinaba a Lovecraft. Un investigador indaga sobre la caída de un meteorito, que aparentemente no tuvo más consecuencias que la propia caída, pero pronto empieza a descubrir cosas siniestras, relacionadas no con monstruos, hechizos o seres alienígenas, sino con algo tan indefinible como un color, una extraña tonalidad más allá del púrpura que no pertenece a este mundo. Que nadie espere descripciones detalladas repletas de vísceras y carnaza, Lovecraft era un maestro del ambiente, y es en ese ambiente donde reside la fuerza escalofriante del relato.

Mi edición es un tanto atípica, un volumen en tapa dura de la colección Fantásticas Edhasa. Hoy es inencontrable, pero Alianza ha reeditado todas las obras del autor dentro de Libro Bolsillo , así que éste  no es difícil de rastrear.

Y de la oscuridad a la luz, porque si hay algo que vive en las obras de Italo Calvino, es la luminosidad de nuestro sol mediterráneo, incluso en sus historias más alejadas del mare Nostrum, incluso en Las Ciudades Invisibles

La premisa del libro es sencilla, pero impagable para cualquier amante de los relatos de viajes, porque es el mismísimo Marco Polo quien nos guía. El gran Khublai sentía un fuerte afecto por el veneciano, sobre todo por su capacidad para narrar y describir los mil paisajes que conformaban su imperio. Y eso hace Marco: como Sherezade, cada noche se sienta junto al Khan y le cuenta una ciudad, sólo una más de las muchas que viven bajo su dominio. Apenas dos, tres páginas para cada urbe, pero los muros, las calles y las fuentes se despliegan ante nuestros ojos, no de forma detallada, sino regalándonos el espíritu del lugar.

No desvelaré sus secretos, sólo nombraré mis favoritas. Armilla, la ciudad que sólo tiene fontanería. Sofronia, con su feria ambulante. Perinzia, tan perfecta como el universo, Procopia, llena de gente amable. Raissa, ciudad infeliz. Cecilia, cárcel de los cabreros.

De la luz a la sombra, pero seguimos en el mediterráneo. Malpertuis es la historia más fascinante que he leído jamás dentro del trillado género de las casas malditas. El joven jean-Jacques acude a Malpertuis, un sombrío caserón rural, debido a una extraña llamada. Su agonizante tío Cassave ha convocado a sus parientes: todo el que quiera participar de la herencia deberá vivir en la casa hasta que sólo quede un superviviente, que se llevará todo. Hasta aquí suena familiar ¿verdad? Pero más allá de la introducción se acaban los tópicos. 

No desvelaré la trama porque mataría el placer de descubrir las claves del misterio. Sólo diré que Jean Ray consiguió, bajo una excusa argumental levísima, plantear una historia fascinante, repleta de belleza formal, escalofríos y preguntas sin respuesta. Hay una versión cinematográfica, con aparición estelar del propio Orson Welles como Cassave, pero la estética psico-mistérica de los 70 hacen bastante difícil seguir la historia, con lo que sólo se puede recomendar su visionado después de leer el libro.

No sé si hay alguna edición disponible en el mercado, ya que mi ejemplar es bastante viejo, de la colección Valdemar Gótica, saldada hace ya veinte años. En cualquier caso podéis leerlo o descargarlo aquí.

Termino esta entrada con una joya del Siglo de oro, El Diablo Cojuelo, de Vélez de Guevara. Se trata de una obra satírica, protagonizada por un simpático diablillo, viejo y resabiado, acompañante del joven don Cleofás, que huye por los tejados de Madrid para escapar de un matrimonio de consentimiento, pues no es hombre dispuesto a pagar en solitario lo que otros se merendaron a escote. El Cojo muestra a Cleofás toda la podredumbre del mundo levantando los tejados para que vea lo que se cuece en la noche tras las fachadas de honradez y virtud. Luego emprenden un divertido viaje iniciático repleto de sabrosos encuentros.

Guevara, para ser sinceros, no fue demasiado original, ya que su obra es parte de una corriente literaria muy particular, el relato lucianesco, es decir, deudor de Luciano de Samosata. Fueron lucianescos personajes tan dispares como Cyrano de Bergerac, Diego de Velázquez*, Quevedo, Rabelais, Swift... todos amigos de la sátira, el onirismo y los viajes. Lo que me lleva a recomendar igualmente y con entusiasmo añadido las aventuras de Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais, el Libro por excelencia. Pocas veces me he reído tan a gusto como leyendo las andazas del gigante Gargantúa, de rollizos y mantecosos miembros, amplia sonrisa, excelente apetito y abultada bragueta. Su despiece de las convenciones sociales es impagable y no hay nada que escape a sus afilados dardos. Asetea sin piedad a la templanza, la virtud, la filosofía, las jerarquías eclesiales, las convenciones burguesas y, en suma, todo aquello que afea y vuelve grises nuestras vidas.

Como digo, hay otras obras lucianescas, desde los Diálogos del propio Luciano hasta los Viajes de Gulliver de Swift, pasando por Los Estados e Imperios del Sol y de la Luna de Cyrano o el Coloquio de los Perros de Cervantes, pero nada tan fresco y exultante como el Gargantúa, probablemente la más colorida y explosiva celebración del placer, el exceso y la vida que ha caído nunca entre mis manos.

* En el Prado está la obra de Velázquez que apoya mi afirmación: el retrato de Menipo. Hoy nadie recuerda al personaje central de las obras de Luciano, amigo de Diógenes y eterno peregrino, pero en el Siglo de oro era bien conocido, y el modo en que Velázquez compuso su lienzo demuestra que sabía muy bien lo que estaba haciendo. Porque Menipo no posa en su cuadro, sino que lo abandona. Nos da la espalda, petate al hombro, y nos echa una última mirada de reojo, sonriente pero desinteresada, porque no ha visto en nosotros nada para que le merezca la pena quedarse.

3 comentarios:

Paty C. Marin dijo...

Yo todavía no he leído nada de Lovecraft. En mi casa anda un tomo perdido por ahí de los Mitos de Cthulhu, pero es una recopilación de relatos de otros autores; y yo quiero leer algo de HP.

¿Razón? Como consumidora habitual de los juegos de rol, he jugado a La Llamada de Cthulhu en numerosas ocasiones y mi grupo es fanático del universo lovecraftniano (palabrazo). Así que me gustaría leer algo. Por el resumen que has dado, veo que una partida no dista mucho de un relato: investigador llega a pueblo lleno de gente rara y pierde cordura a medida que descubre cosas...

Un saludo :)

José Antonio Peñas dijo...

Prueba a leerte Herbert West, reanimador. Es lo más parecido a una comedia que jamás escribió el amigo HP

Anónimo dijo...

Me gusta mucho esta serie sobre fantasía. Tienes pendiente la descripción del marco narrativo de la herína despelotada.
Héroes en bolas corriendo, se le quita la sustancia, mejor un taparrabos tipo Orzowei.
Espero poder volver a explayarme con los libros de pura imaginación en breve; me da mucha pena haber dejado este tipo de lecturas por sobrecarga neuronal, me temo. Y me encanta la ficción, pero llevo una temporada larga que nada más que monografías y ensayos, qué lata.

Susana