Mujer iroqués

viernes, 22 de diciembre de 2017

CLÍO NACIÓ EN GRECIA


Cuando decimos que Grecia es la cuna de la cultura occidental la gente suele pensar en  la democracia, el arte, la ciencia... en ocasiones muy exageradamente, hasta el punto de que se ignoran muchas aportaciones de otros pueblos. Sin embargo hay una forma del conocimiento, una disciplina, si así queremos llamarlo, que fue obra en exclusiva de la Hélade.

Hablamos de la Historia, el arte de la musa Clío

Antes de los griegos hubo documentos históricos:cartas, tratados, poemas, recetarios, libros de medicinas, epopeyas, anales, códigos de leyes... Y sí, todos esos documentos son valiosas fuentes de información, pero no son Historia, entendida como tal. Las crónicas, como la de la batalla de Megidó, escrita por un escriba de Tutmosis III, o los relatos de las expediciones de los fenicios, sólo narran hechos aislados, muy concretos, como forma de glorificar a su protagonista. El Pentateuco y los Libros Históricos de la tradición judía tienen pinceladas de historicidad, pero en sí son una compilación de mitos, no un tratado de Historia.

Tampoco son Historia los primeros textos griegos. Habrá que esperar al comienzo de la Era de Pericles para que se den dos condiciones sin las cuales no puede surgir el pensamiento histórico: la racionalidad y la individualidad. El historiador no puede ser un cronista ciego y sordo, un mero copista de datos, como los escribas. Debe analizar y exponer, y su obra necesita una intención, un propósito. Y alguien así sólo podría surgir en la Atenas del siglo quinto. Con los siglos otras culturas se sumarían o reemplazarían a la griega, pero el Arte de la Historia , tal y como lo conocemos, tomó su forma gracias a cuatro hombres, y todos nacieron a orillas del Egeo.

Empezando por Heródoto, merecidamente llamado Padre de la Historia. He mencionado que la obra histórica tiene una intencionalidad, eso es lo que encontramos en Los Nueve Libros de la Historia. Heródoto quiso exponer y explicar las guerras Médicas, que dieron forma a la Grecia en la que creció. Por eso, en vez de limitarse a recitar los hechos tal y como se contaban en las crónicas, fue más allá, considerando que debía estudiar los hechos que habían conducido al enfrentamiento entre el imperio persa y las ciudades griegas. Y dado que el imperio abarcaba la mayor parte del mundo conocido para los helenos, fue repasando la historia de Lidia, Babilonia, Persia, Canaan, Egipto... Con gran colorido y escaso ojo crítico, lo cual, paradójicamente, fue una suerte para nosotros, sus futuros lectores. De haber analizado de forma objetiva todos los hechos que conoció de primera, segunda o tercera mano, la obra de Heródoto hubiera sido mucho más concisa y realista, pero al aceptar casi acríticamente cualquier historia que llegó a sus oídos, nos ofreció un retrato de lo que creían los pueblos de la antigüedad sobre sí mismos. Lo cual no es óbice para que, en ocasiones, nuestro autor exponga sus dudas sobre hechos concretos, que incluso alguien de mente tan crédula como la suya consideraba poco verosímiles. Por cierto, que al explicar porqué consideraba falso el relato de la expedición fenicia que circunnavegó África en tiempos de Necao nos ofreció la prueba más sólida de que ese viaje tuvo lugar, ya que citó, como prueba de la mendacidad de los fenicios, que éstos dijeron que hacia la mitad del viaje el sol del mediodía se alzaba a la derecha. En tiempos de Heródoto se ignoraba que la Tierra era esférica, y que ése fenómeno sólo es visible al sur del trópico de Capricornio, es decir, muy al sur de África.

En cualquier caso, la falta de espíritu crítico hace que su obra, siendo enormemente valiosos, esté llena de mitos, falsedades y exageraciones. Sólo por citar una de las más evidentes: si creyéramos las cifras que nos da Heródoto sobre el ejército del rey Jerjes, cuando la vanguardia de los persas entró en el paso de las Termópilas su retaguardia debería estar, así a ojo, en las costas orientales del Asia Menor, esperando todavía a cruzar por el puente de barcas tendido al norte del Egeo. Pero esta credulidad desaparecerá con nuestro segundo autor, ya que, si Heródoto es El Padre de la Historia, Tucídides es, sin disputas, El Padre del Método Histórico.

La Historia de la Guerra del Peloponeso es una obra que, incluso hoy, en pleno siglo XXI, sorprende por su atemporalidad. Tucídides escribió desde la más estricta racionalidad, analizando los datos, contrastando los hechos y exponiéndolos con una objetividad que casi roza el puritanismo, ya que, siendo ateniense, no duda en presentar como causa de todos los desastres que sacudirían a Grecia la desmedida ambición y el egoismo insensato de la propia Atenas. De su pluma surge el relato de cómo la ciudad que se consideraba madre de la libertad de Grecia  trató de tiranizar a todos los griegos, y cómo Esparta, la enemiga de la Democracia, luchó contra esa tiranía, convirtiéndose a su vez en tirana.

El estilo de la obra es igualmente atemporal. Donde Heródoto era florido, y nos contagia su sentido de la maravilla, Tucídides es seco y escueto. Pero esa aparente aridez se ve sobradamente compensada con la maestría de la exposición y la capacidad para el análisis. A veces se le echa en cara el uso del discurso como parte del relato, pero, si bien es cierto que resulta difícil de creer que el discurso de Pericles sea una transcripción literal del auténtico, no debemos olvidar que ese recurso ha sido respetado durante siglos, y todavía lo encontramos en el siglo XIX, con las célebres arengas de Napoleón a la vista de Italia o a los pies de las pirámides.

No obstante sí hay algo que se puede decir contra la obra de Tucídides, y es que el propio tema que trató juega en su contra. Para él, esa guerra era el suceso más trascendental de todos los tiempos, pero, objetivamente, sólo es el relato de una más (y no la última) de las mil rencillas provincianas que desangraron a los griegos y convirtieron el siglo de Pericles en una llama brillante pero efímera. Y mientras los griegos se mataban entre sí, ignorado por nuestro historiador, al norte estaba naciendo el poder que habría de cambiar la faz del mundo.

Tucídides no vivió para ver concluída la guerra del Peloponeso, así que su obra fue completada por uno de sus sucesores, Jenofonte. Las Helénicas nos permiten asistir a la ruina final de Atenas, la efímera victoria de Esparta y el nacimiento del poder tebano, pero la comparación con su predecesora es muy triste. En vez de un relato enérgico y claro, tenemos un texto aburrido y sin vida. Si ésta fuera la única obra conocida de su autor, su nombre apenas sería una nota a pie de página, pero lo que le hace fascinante es su otro gran libro, la Anabasis, La Retirada de los diez mil. Aquí Jenofonte inauguró un género nuevo, el del hacedor de la Historia, ya que protagonizó, primero como combatiente, luego como comandante, la asombrosa aventura de los mercenarios griegos que acompañaron a Ciro el Joven hasta el corazón de Mesopotamia y lograron regresar tras un increíble periplo hasta sus tierras, o mejor dicho, hasta sus aguas, como reflejó el grito colectivo de felicidad al volver a contemplar las olas

¡THALATTA! THALATTA! (¡EL MAR! ¡EL MAR!)

A su vez, la propia obra, la Anábasis, se convertiría en hacedora de Historia, ya que su lectura llevó a Filipo de Macedonia, y, en consecuencia, a Alejandro el Grande, a mirar hacia Oriente. Podemos decir, sin miedo a equivocarnos, que sin Jenofonte, la Historia de la antigüedad habría sido muy diferente.

Con todo, Jenofonte no es un autor fácil, y su modo de ver las cosas nos resulta arcaico, mucho más cercano a la credulidad de Heródoto que a la racionalidad de Tucídides, y sin el exotismo de uno ni la objetividad y la capacidad de análisis del otro. Por suerte el azar del destino iba a darnos al autor que llevaría el Arte de Clío a su cumbre, justo en el momento en que Grecia iba a sumergirse en las sombras, relegada a un mero apéndice, mudo testigo de una Historia que la había dejado atrás.

Polibio ni siquiera era del Ática, como sus predecesores atenienses, sino de Megalopolis, en el Peloponeso, y nunca habríamos conocido su nombre de no ser porque fue uno de los rehenes llevados a Roma tras la tercera guerra macedónica. Allí entabló amistad, y fue huesped, de la familia Emilia, la casa de Escipión el Africano, el vencedor de Anibal en Zama. No podría haber encontrado un lugar mejor, ya que allí fue recopilando la información necesaria para su Historia Universal, el relato asombroso de como Roma se adueñó del mundo en tan solo dos generaciones. Por fin, un verdadero historiador encontraba una gran Historia.

No es sólo que los hechos que narra sean fascinantes y trascendentales. No es ni siquiera que su estilo sea, simplemente, perfecto. Es que esta obra es redonda en su planificación, en su exposición, y en el análisis de las causas y los efectos. Lejos de limitarse a contar batallas y enumerar nombres y fechas, Polibio nos habla de política, de economía y de administración, analiza contenciosos diplomáticos y extrae conclusiones frías y descarnadas, sin desdeñar siquiera el azar, ya que una de las lecciones que se extrae de lo acontecido es que la fortuna puede alterar incluso la planificación más meticulosa. Es el historiador total, el autor que da a su disciplina la forma definitiva, y abre un camino que llega hasta nuestros días y cuya huella es visible en todas las escuelas historiográficas racionales, incluído el materialismo histórico marxista, cuyo planteamiento de la evolución económica y política no es sino una respuesta a la anaciclosis de Polibio.

Con el final de la República y la llegada del Principado Roma viviría una verdadera fiebre por la Historia. El emperador Claudio era conocido como historiador antes de llegar al trono por un giro de la fortuna. El mismo Julio César nos ha legado dos obras fascinantes que combinan la Historia y la propaganda, la Guerra de las Galias y la Guerra Civil. Sin embargo no volveremos a encontrar autores de la talla de Polibio hasta bien entrada la era moderna, en el siglo XVIII, así que podemos decir, sin exagerar demasiado, que durante 2000 años los historiadores han circulado por las sendas que abrieron los griegos. Hoy esta disciplina ha ido incorporando nuevas herramientas, impensables no ya hace 20 siglos, sino hace tan sólo uno. Pero por útiles que resulten el estructuralismo, la sociología, la antropología, la estadística, y por fascinantes que sean los hallazgos arqueológicos, en esencia, cuando estudiamos la historia seguimos buscando las causas y los efectos, y, al igual que nuestro antiguo padre Heródoto, intentamos...

... que no llegue a desvanecerse con el tiempo la memoria de los hechos públicos de los hombres, ni se oscurezcan jamás las grandes y maravillosas hazañas de los griegos y de los bárbaros...

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