Mujer iroqués

domingo, 15 de julio de 2018

EL NEGRO Y EL MILAGRO



Lo que sigue es una transcripción de un recuerdo: hace unos años, a la muerte de Eduardo Galeano, mi amiga D me invitó a una sesión de cuentacuentos en su honor. Ella narró un breve relato y luego se arrancó con esta historia, que me dejó con el corazón acelerado y lágrimas de emoción en los ojos. El caso es que luego la busqué y descubrí que no había recitado realmente un relato de Galeano, sino que había compuesto una historia enlazando varios fragmentos de los relatos futbolísticos de ese autor. Hace unos meses, hablando, ella me dijo que no lograba recordar bien cómo lo narró, así que me dije, tengo que intentar sacarla de mi cabeza y transcribirla
Si no conocéis la obra de Galeano, haced acto de contrición y corred a buscar a las librerías

Sé que muchos de vosotros venís a este blog para alejaros del coñazo de los deportes y, sobre todo, de la murga del fútbol. Pues bien, tengo malas noticias, ya que hoy hablaremos, precisamente, de futbol

Eduardo Galeano dijo una vez, el fútbol es esa religión de la que ningún uruguayo es ateo. Aunque a veces la fe puede tambalearse, como ese día de julio de 1950, cuando el niño Galeano, a sus 9 años, estaba, como tantos cientos de miles de uruguayos, con la oreja pegada a la radio, esperando a que diera comienzo la final del Mundial de Fútbol de Brasil.

Cuando una nación organiza un mundial, salvo que se trate de España, hace lo posible para que su selección llegue a la final. En el caso de Brasil, eso se había cumplido sobradamente: la selección brasileña tras un leve tropiezo al comienzo, se había transformado en una apisonadora futbolística, una picadora de carne que había dejado por el camino los cadáveres aplastados de yugoslavia, México, España, Suecia... y llegaba a la final invicta y acelerada, como una locomotora imparable.

Todo el mundo sabía lo que iba a suceder. Los periódicos brasileños ya tenían impresas las portadas del día siguiente con los titulares anunciando la victoria.Los jugadores de la selección habían recibido relojes de oro con sus nombres grabados para conmemorar el triunfo. El presidente de la FIFA, Jules Rimet, llevaba en el bolsillo el discurso para cerrar el mundial, en portugués. Por toda la ciudad, las carrozas estaban listas para dar comienzo a una celebración que eclipsaría al carnaval más enfebrecido de todos los tiempos. Y el estadio Maracaná, inaugurado en ese mundial, destinado a ser el templo de la mayor victoria futbolística de la nación, era una inmensa olla a presión en la que 245.000 brasileños cantaban gritaban y bailaban, a la espera de que su selección saltara al campo con sus inmaculados uniformes blancos

245.000 brasileños y, tal vez, un centenar de uruguayos. Contando con la selección uruguaya y los diplomáticos de la embajada. Sí, Uruguay había logrado llegar a la final, de forma callada, casi inadvertida, y ahora se preparaba para el partido final, ese que, a ojos del mundo, sería un mero trámite antes del comienzo de la fiesta.

Media hora antes del partido, las autoridades uruguayas se acercaron al vestuario para agradecer a sus jugadores el esfuerzo que les había llevado a la final. Antes de despedirse, les recordaron que todo Uruguay estaba orgulloso de ellos y les pidieron, por favor, que intentaran que no fuera muy humillante, que no perdieran por más de cuatro goles. El señor Juan, el entrenador, les dijo, ánimo muchachos, defiendan la portería, aférrense al arco, no les dejen pasar.

Y el partido dio comienzo. Imaginad  un cuarto de millón de gargantas saludando a sus campeones, la presión en el momento del primer pelotazo, el ataque feroz y continuo de los delanteros brasileños, porque en caso de empate, la victoria era para Brasil, pero ellos sabían que su público no quería un empate, sino una victoria absoluta.

Para pasmo de todos, Uruguay resistió. Los jugadores de azul contuvieron una y otra vez los impresionantes ataques brasileños. Roque, el arquero, se multiplicaba bajo los palos, callando una y otra vez los gritos del público cuando ya se arrancaban con un ¡¡¡GO.....

Así llegó el descanso, con empate a cero, y entonces, nada más empezar el segundo tiempo, en el minuto 47, Friaça se plantó ante la puerta uruguaya y marcó el primer gol de Brasil.

El estadio se vino abajo con las ovaciones, la música, los petardos... y allá lejos, muy lejos, el niño Galeano suplicó la ayuda de aquel a quien creía el único capaz de salvar el partido, y le prometió a Dios todo, absolutamente todo, si se personaba en Maracaná para darle la vuelta al marcador con su poder. Años después, Eduardo comentó, menos mal que no tuve que cumplir, porque le prometí tantas cosas que aún estaría pagando el milagro.

Pero Dios sólo hace milagros para los ricos. Los pobres tienen que hacérselos ellos solos. Y, si hubo un milagro esa tarde, en Maracaná, no fue cosa de Dios, porque todo lo hizo un negro pobre, feo y analfabeto, que para más inri se llamaba Obdulio. Sí, Obdulio, nada menos.

Obdulio Varela, capitán de la selección Uruguaya. El Negro Jefe.

Unos meses atrás, el Negro había encabezado la primera huelga de futbolistas del mundo, forzando a los clubes a pagar, al menos, una nómina decente a los que llenaban de plata sus arcas semana tras semana. Todos se habían reído de él, pero había ganado. Y no estaba dispuesto a que ahora le dijeran qué se podía y qué no se podía ganar

Esa tarde, cuando se fueron los delegados y el entrenador, Obdulio se volvió a sus compañeros, y les dijo, Juan es un buen hombre, Juan es un amigo, pero no sabe una mierda. ¿Defender el arco? ¡Eso hicieron los españoles, y los suecos! ¿Y de qué les sirvió? ¡les pasaron por encima! ¿perder por menos de cuatro? ¡Y UN CARAJO! ¡NO SE ENTRA VENCIDO AL CAMPO! ¡AL CAMPO SE ENTRA A GANAR! Y luego trajo un montón de periódicos, proclamando la victoria brasileña, los echó al suelo y meó sobre ellos, y hizo que todos le imitaran

Y, cuando salían al campo, en medio de los aullidos de 245000 brasileños, les gritó a sus futbolistas ¡Miren pabajo, que esa gente no juega! ¡nunca pasó nada por ganar un partido! ¡esos son de palo y el partido se gana con los huevos en la punta de las botas!

Recordaréis que en el minuto 47 Brasil acababa de marcar, y con ese ambiente y esa furia, estaba claro que los siguientes goles caerían uno detrás de otro, así que Obdulio cogió el balón, y se fue caminando sin prisa, pausadamente, al centro del campo, a protestar un fuera de juego imaginario al linier, que siendo inglés no entendía qué quería aquel negro que sólo chamullaba español.

El Negro Jefe sabía lo que quería: enfriar el partido, ganar tiempo, sólo unos minutos, los justos para que a los brasileños se les bajara la euforia un poquito, y los suyos recogieran el ánimo del suelo. Y luego, cogió a su equipo, se lo echó a los hombros, y lo lanzó hacia adelante.

Y en el minuto 65, Ghiggia corrió la banda derecha, amagó un tiro hacia el arco, y cuando el portero brasileño corrió a cubrir el hueco, pasó al centro, para que Schiaffino clavara el balón entre los postes ante el pasmo de toda la afición.

En Uruguay nadie daba crédito a sus oídos. Porque, aunque con el empate Brasil se proclamaba igualmente campeón del Mundo, menuda diferencia, regresar a casa invictos en vez de apaleados.

Pero Obdulio no había dicho nada de empatar: habían salido a ganar....

... así que diez minutos más tarde Ghiggia volvió a correr la banda, Schiaffino volvió a situarse, y cuando el guardameta, previendo el pase, salió a interceptar, Ghiggia disparo directo a la esquina de la puerta

El arquero Barbosa dio un salto imposible, y por un segundo creyó que había logrado rozar con sus dedos el cuero. Pero cuando cayó al suelo, supo que no lo había logrado. Décadas después, dijo, En Brasil, la pena de cárcel más alta es de 30 años, y yo llevo 50 pagando por un delito que no cometí

El presidente de la FIFA se había ausentado del palco y estaba en los pasillos del estadio cuando de pronto tuvo la sensación de que el mundo se había detenido. Donde un instante antes rugían un cuarto de millón de gargantas, ahora se oía.... nada

Ghiggia diría al final de su vida, sólo Sinatra, el Papa Juan Pablo y yo, hemos callado Maracaná. 

Sólo se escuchaban los gritos incrédulos y extasiados de Carlos Solé, el comentarista uruguayo, anunciando el gol a Montevideo. El locutor brasileño, Ary Barroso, cantó el tanto con voz ahogada, y nunca volvió a transmitir un encuentro.

Los delanteros brasileños lo intentaron, se lanzaron adelante con todo lo que tenían entre los rugidos de su afición, que exigía el empate. Pero ahora sí, Obdulio cerró la defensa, convirtiendo al once uruguayo en un muro infranqueable. Y, cuando el árbitro pitó en el minuto 90, el silencio volvió a aplastar el estadio. Sólo se escuchaban un murmullo de sollozos, y los gritos de los jugadores azules

La orquesta no tenía la partitura con el himno de Uruguay.

Los periodistas habían reservado asientos cerca de la puerta por la que debían salir los jugadores brasileños, y con el público paralizado, no podían llegar a entrevistar a los campeones.

Los jugadores brasileños se quitaban la camiseta blanca con los ojos vacíos. Brasil no volvería a vestir jamás ese color

El presidente de la FIFA, con su discurso en portugués, no sabía qué hacer, no entendía qué estaba pasando y nadie le respondía cuando preguntaba. Al final, intentó darle la copa al capitán brasileño, pero Obdulio se acercó y la cogió mientras Rimet se alejaba de ahí casi a la carrera, muerto de vergüenza.

Y Obdulio, agotado y feliz, se volvió a sus compañeros, que no se atrevían a salir del estadio por miedo al público, y les dijo, Bien jugado, muchachos. Diviértanse, que se lo han ganado. Yo volveré al hotel y ya me tomaré una copa por el camino. Y se marchó, tras calzarse su vieja gabardina

Pero no logró llegar al hotel

Porque cada vez que entró en un bar, para pedir un trago, se lo encontró lleno de gente callada, tan pobre como él, tan negra como él. Murmurando y llorando. Llorando por su culpa, porque, aunque no entendía lo que decían, sabía lo que querían decir.

Nos lo quitó. Obdulio nos jodió. Fue él. El Negro Jefe nos lo robó.

Y, poco a poco, la alegría de la victoria se fue desvaneciendo, dejando paso a la tristeza, la misma tristeza que le rodeaba por todas partes, anegándole como un océano

Y así le encontró la mañana. Todavía de bar en bar, borracho como una cuba, llorando a lágrima viva...

... y abrazando a los vencidos.


El Negro Jefe nunca quiso decir nada de esa victoria, excepto que de haber jugado 100 veces ese partido debieron perderlo 99, pero ese día jugaron la 100. Los señorones que horas atrás les pedían a Obdulio y sus compañeros que no perdieran más que de cuatro se otorgaron a sí mismos medallas de oro, mientras que los jugadores las recibían de plata.

Obdulio murió como había vivido: en la pobreza. El gobierno, que derrochó dinero a raudales en su entierro, jamás gastó un céntimo en su vida. Ya lo dijo una vez: nadie hace puchero de la fama.

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