Mujer iroqués

lunes, 19 de diciembre de 2022

Sentirte. Sentirme

Fue una tarde, en una sesión de terapia. 

Sí, terapia. No era simplemente masaje, había mucho más.

Desde hacía un tiempo, la sesión de shiatsu concluía con un largo abrazo. Sentados el uno frente al otro. Nuestras piernas abiertas, abrazándonos también. Notaste que tenía la piel de los brazos seca y me propusiste darme un poco de aceite. Me pareció bien. Te pedí permiso para hacer lo mismo y ambos nos quitamos la camiseta. Luego nos abrazamos de nuevo. Pero esta vez no había tela entre nosotros y sentí el calor de tu piel en la mía. 

Por primera vez.

Alguna sesión más adelante, estando en la misma situación, abrazados con el torso desnudo, te pedí permiso para tomar tu pecho en mi mano. Me miraste sorprendida pero, por alguna razón, no te sentiste incómoda y me dijiste que sí. O quizás si te sentiste incómoda pero también sentiste curiosidad por saber qué iba a pasar.

Tomé, en efecto, tu pecho izquierdo en mi mano derecha. No lo cogí: lo alcé ligeramente por debajo, con la palma de mi mano. Sentí su peso, su firmeza. Su calor, diferente al de la piel que lo rodea. Su suavidad. Sentí que era hermoso, no estéticamente, ni por su sexualidad. Eran los pechos que habían alimentado a tu hijo. Eran parte de ti, no un adorno o un juguete.

Me sentí un privilegiado. Retiré mi mano con cuidado y te di las gracias. Tú seguías mirándome sorprendida. Lo que yo había hecho no te había incomodado, de hecho te había agradado. Pero te desconcertaba.

Yo también estaba desconcertado. No era capaz de entender porqué te pedí eso, ni porqué aceptaste. Sí sentí que había compartido algo que no conocís previamente.

Mucho tiempo después, más de un año, de hecho, intimamos. En esa primera noche estuvimos horas y horas abrazados, desnudos. Hablando con la voz, pero también con la piel. Sólo eso, hablando. Pero hubo algo antes que me dejó asombrado: nuestro primer beso.

Sin ansia, sin tensión. Rozar apenas nuestros labios, sentir, rozarnos un poco más intensamente, prolongar esa caricia, abrazarnos suavemente, acariciar nuestros rostros el uno al otro mientras el beso seguía tomando forma, sin prisa. 

No sé cuanto tiempo nos besamos, sé que nos miramos y te reíste al leer la sorpresa en mi cara. Y esa noche, mientras hablábamos, nos besamos durante horas.

Hubo otras noches, exploramos un poco más allá, y sentimos que era agradable. Y de nuevo te pedí permiso. Para besar tu sexo. No pusiste cara de sorpresa cuando lo hice. La pusiste después, cuando lo besé. Porque hice eso, exactamente eso: besarlo. No lamerlo, ni acariciarlo ni estimularlo: besarlo. Y besé tu vientre al subir de nuevo a abrazarte. Tu vientre me parecía (y me parece) bellísimo. Y esta vez me sorprendí yo, porque al rozarlo con mis labios, noté un estremecimiento en tu piel. Y al acercar finalmente mi rostro al tuyo leí tu sorpresa y también... reconocimiento.

Hace poco me dijiste, sentí que me venerabas. Y era cierto. 

Esa noche, o una de las siguientes, me pediste tú permiso para besar mi sexo. Y yo también sentí algo sorprendente cuando lo hiciste. Me estabas acariciando con tus labios. Igual que cuando me acariciabas con tus manos, no intentando que me excitase o que eyaculara, sólo acariciándolo.

Un día te pedí permiso para besar tus pechos. Sí. Nos pedimos permiso muy a menudo. En realidad, siempre.

Cuando me dijiste, hazlo con cuidado, procuré cuidarlos. Y recibí una caricia dulcísima en mis labios al besarlos. Con respeto y amor.

Y así hemos transitado, ambos, de sorpresa en sorpresa. descubriéndonos, unas veces con miedo, otras con confianza. Descubriendo tu yo masculino, el mío femenino. Tu pene, mi vulva. Tu risa, la mía. Siempre con cuidado y...

... dulzura.

Incluso en los momentos más intensos, cuando ardemos y rompemos todos los límites que pensábamos que eran inamovibles unos minutos antes. Dulzura incluso en mitad del incendio.

Y preguntando. Pidiendo permiso. Sí, todavía, a día de hoy. Y recordando que no pedimos permiso para escuchar un sí, sino para escuchar una respuesta. Porque un sí es tan válido como un no.

Aunque, en el fondo, creo que siempre hacemos la misma petición, aunque cambien las palabras, las situaciones, las sensaciones, la pregunta siempre es la misma:

Por favor ¿puedo sentirte?


Y la respuesta, sea cual sea, es recibida con un gracias.


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