Mujer iroqués

viernes, 20 de agosto de 2010

EL CELIBATO: ORÍGENES Y CAUSAS (I)


(Publicado originalmente en RED LAICA)

En los últimos años los escándalos sexuales han reavivado el debate sobre el celibato sacerdotal. Al margen de la relación entre el voto de castidad y los delitos de pederastia (personalmente creo que hay otros factores más importantes) llaman la atención los argumentos esgrimidos por Roma para justificar su política: los sacerdotes deben permanecer célibes porque así lo marca la tradición y es necesario para dedicarse plenamente a su labor evangélica. Para mí, como ateo, estas razones no tienen peso, pero deberían ser válidas para los creyentes ya que se apoyan en la autoridad papal, indiscutible en cuestiones de fe. Pero ¿y si no fueran cuestiones de fe?

En 1123 se celebró en Roma el I Concilio de Letrán que entre otras decisiones prohibió el matrimonio y el concubinato a sacerdotes, diáconos, subdiáconos y monjes. la prohibición fue ratificada en el II Concilio de Letrán y el concubinato fue nuevamente condenado en el Concilio de Trento, cuyas sesiones terminaron en 1563. Estas sentencias indican que durante sus diez primeros siglos de existencia la Iglesia aceptó el matrimonio de los clérigos y que el concubinato se mantuvo de forma más o menos abierta durante otros cinco siglos, luego el celibato, entendido como norma estricta de castidad para los clérigos sólo tiene 450 años de antigüedad lo que deja el argumento de la tradición en mal lugar.

Si durante más de 1000 años los clérigos se casaban ¿porqué condenar una costumbre bien establecida? Aquí entra en el argumento de la dedicación, es decir, el sacerdote consagra su vida a la fe con total entrega si no desvía su atención con asuntos mundanos. Pero no son esas las razones esgrimidas en Letrán: la prohibición obedecía a cuestiones puramente materiales. El concilio condenó el matrimonio clerical para evitar que los sacerdotes legaran a sus hijos legítimos los bienes eclesiales: las parroquias, los obispados y los recursos (rebaños, tierras, legados…) a ellos asociados. El papado temía que el patrimonio de la Iglesia se disgregara en pequeñas parcelas por toda la cristiandad con lo que su poder e influencia irían menguando. Al prohibir nuevos matrimonios y considerar nulos los consumados previamente el problema desaparecía de raíz: los hijos ya nacidos y los futuros descendientes de los tonsurados pasaron automáticamente a ser bastardos sin derecho a herencia.

El concubinato, pese a su prohibición, no fue demasiado perseguido ya que no suponía una amenaza a los bienes eclesiales y todos, del diácono más humilde al cardenal más pomposo, pudieron seguir manteniendo su vida carnal. Al alba del siglo XV el amancebamiento era una costumbre consolidada y socialmente aceptada. Todo el mundo, salvo los fanáticos que señalaban a la carne como fuente de todos los males, entendía que debajo de las sotanas había hombres y nadie se escandalizaba.

Obras como el Heptamerón, el Decamerón, o Gargantúa y Pantagruel  confirman que la figura del fraile de cascos ligeros, galanteador de solteras y casadas era más la norma que la excepción. En El Libro del Buen Amor Juan Ruiz nos ofreció un texto fresco y alegre donde se valora el trabajo de las trotaconventos, se pondera la lozanía de las serranas e incluso se establece la medida y forma adecuada de las tetas. De haber sido una situación anómala o perseguida no la hubiera publicado con su nombre y oficio, pero eso es lo que hizo, firmando como Arcipreste de Hita, sin azoro ni vergüenza.

Todos felices, pues, pese a no poder casarse, pero ya se sabe: cuando las cosas van bien siempre aparece alguien decidido a arreglarlas

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ya se sabe, una cosa llevó a la otra y... Cuando descubrieron el poder y el peso de la moral, no desaprovecharon la oportunidad y se aferraron a ella con uñas y dientes.