La imagen de inmovilismo de la Iglesia es, en su conjunto, acertada. En un momento y situación dados la clerecía siempre se aferra a lo conocido y procura poner todas las trabas del mundo al cambio. No es algo nuevo, tenemos ejemplos sobrados a lo largo de sus veinte siglos de existencia. Sin embargo, cuando las cosas se ponen realmente peliagudas, Roma se pone las pilas.
La última gran crisis anterior al siglo XIX fue la de la Reforma. Tras el Concilio de Trento la Iglesia abandonó su cómoda poltrona de corruptelas, politiqueos de mil colores y autocomplaciencia para reconvertirse en una entidad beligerante. En muchos aspectos la Contrareforma fue un lavado de cara, pero en otros supuso un verdadero cambio: había demasiado en juego, se habían perdido Alemania y los reinos del Norte, y en unos años Gran Bretaña y buena parte de Flandes les siguieron. En los siglos XVII y XVIII se logró consolidar un razonable status quo gracias al apoyo de España y el Imperio (y en menor medida, Francia, volcada al catolicismo tras las guerras de religión).
A finales del XVIII empezó una nueva tormenta. La Iglesia había apostado decididamente por el Ancien régime y su caída fue un golpe tremendo. Las guerras napoleónicas acabaron de socavar los cimientos de una sociedad agonizante y cuando la industrialización y los nacionalismos barrieron el mapa de Europa Roma se encontró sin suelo bajo los pies. Literalmente, ya que sus posesiones terrenas le fueron arrebatadas durante la unificación de Italia y el papa se convirtió en prisionero en su propio palacio. Pio XI y sus sucesores no supieron reaccionar y se limitaron a condenar urbi et orbe todo aquello que sonara a novedoso o acabara en -ismo.
La catástrofe de las guerras mundiales acabó por sacudir del Vaticano un sueño enmohecido de siglos. La perspectiva de un mundo donde Europa ya no contaba, con el fantasma del comunismo agigantándose y la ciencia lanzada a desentrañar el universo en todas direcciones hicieron que los obispos empezaran a temer por su misma existencia y Juan XXIII, que debería haber sido un cómodo Papa transicional, convocó el Concilio Vaticano II.
El Concilio supuso un verdadero terremoto ya que puso en entredicho prácticamente todo. Doctrina, liturgia, protocolos... todo. Sin embargo no se tradujo en una revolución, porque los concilios no decretan órdenes inapelables, sólo establecen vías de actuación, vías que están sometidas a escrutinio e interpretación. Se haber vivido lo suficiente, es posible que Juan XXIII hubiera rematado la obra conciliar confirmando con su indiscutible autoridad las conclusiones conciliares, pero no fue el caso y con Pablo VI a la cabeza los obispos iniciaron la tarea de recortar las innovaciones para hacerlas más manejables.
Hubo cambios notables, como el abandono de la liturgia latina, el ecumenismo, la eliminación de ciertas normas rituales completamente anticuadas (como la obligación de que las mujeres fueran cubiertas en la iglesia) y, quizás lo más novedoso tras siglos de decidido apoyo a ricos y poderosos, un nuevo énfasis en el trabajo con los desfavorecidos, la tan mentada obra social* de la Iglesia. Esos cambios supusieron un importante lavado de cara y podrían haber sido el punto de partida para una verdadera renovacion pero el largo papado de Juan Pablo II supuso una vuelta de tuerca radical por parte del ala más conservadora del clero y dejaron buena parte de las reformas en pura cosmética.
Para buena parte del clero el frenazo fue traumático, ya que se esperaba una verdadera reforma doctrinal y, como mínimo, se confiaba en que habría diálogo y consenso, no un retorno del ordeno y mando. No fue el caso: las ideas progresistas (los que peinamos canas recordamos la Teología de la Liberación) fueron condenadas de forma explícita y el único diálogo fue en la dirección contraria, para reintegrar a la obediencia a los sectores más extremistas y ultraconservadores, y evitar un cisma eclesial por la derecha.
En España los efectos del golpe de timón fueron muy duros. La línea dialogante encabezada por el cardenal Tarancón fue cercenada y a su muerte la Conferencia Episcopal se convirtió en el refugio del sector más extremista e intolerante de la clerecía hispana. Esos años trajeron una cosecha de vocaciones perdidas y una buena cantidad de religiosos, en su mayoría relativamente jóvenes, colgaron los hábitos y dieron la espalda a unos obispos entregados en cuerpo y alma a la tarea de dar marcha atrás al tiempo.
Pero el tiempo no acepta presiones clericales y la sociedad ha seguido su camino. El resultado es que por una parte se ha abierto una brecha entre la cúpula eclesial y su rebaño, y por la otra, el clero hace frente a una serie de problemas que afectan a su propia estructurta y amenazan su supervivencia. La Iglesia del siglo XXI tiene varios frentes abiertos cuya solución pasa por aceptar un debate doctrinal y unos cambios de una profundidad que los más conservadores consideran inaceptables. Paradójicamente, el actual papa, el denostado Ratzinger, podría ser la persona adecuada para afrontar esos cambios.
(continuará)
* La labor social de la Iglesia despertó muchas esperanzas en los años 70 y 80. pero ha quedado reducida a una estructura organizada de caridad. Como tal, es útil y visible, pero ha dejado en la cuneta el compromiso real con los desfavorecidos y la presión a favor de reformas legales y sociales que acaben con la injusticia, es decir, ayuda a combatir los síntomas pero permanece de espaldas a las causas de los problemas.
4 comentarios:
Desde luego se pierde una cantidad de tiempo en gilipolleces..
¿Por qué dices que Ratzinger puede ser el hombre adecuado para los cambios en la Iglesia? Me ha sorprendido mucho...
Supongo que la necesidad de modernización de la Iglesia deberá centrarse en el acceso de la mujer al sacerdocio, permitir el condón (lo veo difícil), la asistencia a misa de divorciados y "arrejuntados", etc.
No has mencionado una parte importante del Concilio Vaticano II, que le ha dado tranquilidad a la Iglesia y la sociedad: el aceptar que la Biblia es un código de vida plagado de metáforas y no un libro científico. Lo que nos ha ahorrado en Europa las agrias discusiones que tienen en América con los evangélicos y creacionistas en general.
Yo también tenía la impresión de que Benedicto XVI era más reflexivo y ecuánime que Juan Pablo II. (Un amigo mío decía que Wojtyla era más demagogo y Ratzinger más político.)Pero no sé si eso permite ahcerse muchas esperanzas.
"¿Por qué dices que Ratzinger puede ser el hombre adecuado para los cambios en la Iglesia? Me ha sorprendido mucho..."
Me da a mí que la explicación la deja para el próximo capítulo.;)
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