Nuestro último beso no quiso morir. Se quedó prendido en mis labios: suave, dulce, fresco. Como una brisa.
Acompañó a mi sonrisa durante semanas, las semanas se hicieron meses.
Llegó el sol de mayo y se deslizó de forma imperceptible, acomodándose en mi piel. Yo procuraba no pensar en él, no fuera que, si trataba de buscarlo con mi mirada, desapareciera por timidez.
Cada mañana, al despertar, antes de abrir los ojos, antes de ser consciente del todo, sentía ligeramente su dulzura.
Un día supe que nuestro último beso era, de verdad, nuestro último beso.
Debí dejar que se fuera con la lluvia, que el viento lo separara de mí.
Que volara al olvido.
No fui capaz.
Ese día lo busqué con cuidado, apenas rozándolo con la yema de mis dedos. Cuando lo sentí en mi mano, tomé un lápiz y un pedacito de papel. Escribí tu nombre y dejé que el beso se deslizara sobre él. Lo doblé con cuidado y, a mi vez, lo besé.
Abrí la caja. Esa cajita. Y guardé en ella tu nombre y nuestro beso, junto a los susurros que un día me regalaste y que, supongo, ya habrás olvidado.
A veces, cuando abro el cajón, veo al fondo la cajita. Y sonrío, porque hay quien busca tesoros en islas desiertas, tras un sendero marcado con huesos humanos. Yo lo tengo junto a mí: un tesoro de sonrisas, de caricias y miradas, sellado con un beso que no quiso morir, en una caja sin llave que nadie abrirá ya.
Ni siquiera yo.
1 comentario:
Cuán etéreo....
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