Mujer iroqués

domingo, 5 de enero de 2014

HIJOS DE TIRO (VII) Gentes que mueren libres


Los barcos bloquean los puertos y protegen las obras. Muy pronto el espigón avanza hasta los muros: el asalto es inminente.

Sombríos, los tirios se preparan para un último y desesperado intento. La escuadra enemiga no puede desplegarse a la vez, así que aprestan sus trece mejores naves, y los marinos más audaces del mundo embarcan por última vez. Salen en silencio, remando sin ruido, por el puerto occidental. Llegan a mar abierto, forman, y se lanzan contra la flota de Chipre, que patrulla el oeste y no puede ser vista desde tierra.

Parece una locura: trece contra cien.

Y, por un instante, el valor pesa más que los números.

Los buques insignia son arrollados, y con ellos se hunden tres de los reyes que han rendido pleitesía al Macedonio. Las trece naves casi vuelan, embistiendo uno tras otro a los barcos chipriotas. Sin jefes, los sitiadores ven sus galeras dispersas, empujados contra los rompientes, al borde de la derrota. Los tirios cabalgan las olas como nunca lo hizo nadie, como nadie lo hará jamás.

Por un instante.

Tan solo.

Alejandro siente el clamor y comprende lo que está pasando. De inmediato ordena a todos los escuadrones que embarquen y carguen contra la retaguardia de los atacantes. Él mismo encabeza a las naves. Desde los muros, los defensores tratan de avisar a sus hermanos, pero en medio de la batalla los navegantes no oyen los gritos hasta que ya es tarde.

No piden cuartel, ni lo dan. Atacados por todas partes, los trece barcos son destruidos. Algunos marinos logran echarse al mar y ganan el puerto a nado. No todos lo consiguen. Los gritos de los vencedores apagan la voz de un puñado de valientes, agotados, agonizantes, que murmuran su última plegaria al mar antes de desaparecer bajo las aguas, como tantos que les precedieron:

Madre, devuelvo el remo.

Días después, los arietes están ante el muro. El monarca exige la rendición. No hay respuesta, y los macedonios se abalanzan, para ser rechazados una y otra vez. Las torres de asalto caen bajo los garfios, las escalas se hunden bajo la lluvia de proyectiles. Tiro luchará su última batalla hasta el final.

La falange es rociada con arena de vidriar, calentada al rojo vivo por los artesanos. Los granos ardientes entran en las armaduras y cuando los soldados, desesperados, se las arrancan, llegan las flechas. Los cuerpos se amontonan al pie de la muralla. Alejandro también arde, pero de ira.

Los arietes golpean los muros occidentales, menos formidables, hasta abrir una brecha en el puerto meridional. El Macedonio ordena que las mejores tropas se preparen para el asalto final. La escuadra lanza un ataque contra los dos puertos de la isla y el resto de las huestes asalta toda la extensión del muro para agotar a los defensores. Con su Rey al frente, la falange avanza imparable, pese a que los tirios se cobran cada metro en sangre. Tras meses masticando su negro odio, el Monstruo pone sus pies en la ciudad, mientras sus barcos rompen las barreras y entran en los puertos.

Es la hora de la carnicería.

Los habitantes corren a la brecha, parando momentáneamente la acometida, sin más muro que sus pechos. Alejandro logra contener el furioso contraataque y avanza sobre centenares de muertos. Los tirios se parapetan casa por casa. y desde cada tejado, ventana o puerta los invasores siguen recibiendo fuego. Los que, confiando en la victoria, buscan un botín fácil, descubren que las tiriotas no son menos valerosas que sus compañeros, y mueren matando a los que intentan violarlas.

El Macedonio por fin es libre de mostrar su verdadero rostro. Ocho mil tirios mueren luchando, dos mil son crucificados por orden expresa de la Bestia. Todos los adultos capturados son degollados, salvo los refugiados en el templo de Melkarth: Alejandro lo quiere intacto. 

El resto de la población es entregado a la venganza de las tropas, salvo los que logran alcanzar los puertos: los marinos de Sidón, horrorizados, les dan refugio en sus barcos, defendiéndoles con sus propias vidas.

Tras la matanza, Alejandro goza su triunfo. La falange escolta al rey por el espigón hasta el templo, para ofrecer el sacrificio. Ordena juegos gimnásticos y carreras de antorchas por las calles arrasadas. Finalmente, deja en el templo el ariete que dio el primer golpe a los muros, junto al barco sagrado de Melkarth.

Tiro no volverá a ser una isla. Hoy, el espigón sigue uniéndola al continente, prueba milenaria del buen hacer de los ingenieros griegos y el furor de un asesino arrogante.

El lugar, parcialmente reconstruido, es repoblado con colonos de otras ciudades fenicias y algunos griegos, bajo el gobierno de un monarca títere. La fundación de Alejandría supondrá el golpe final para los puertos. Los fenicios ya no volverán a navegar. 

Empero, mantendrán vivas su lengua y costumbres, junto a las artes de la púrpura y el cristal: sus únicos medios de vida , ahora que los caminos del mar les han sido negados.

Siglos después, San Agustín se establece en Hippona, una de las muchas colonias fenicias que un día perlaron la cuenca del Mediterraneo. Allí se sorprenderá al ver gentes cuya lengua apenas es capaz de entender, que no cultivan ni apacentan rebaños. Con curiosidad, el obispo les interroga, quiere saber quienes son ese pueblo, tan distinto a otros. Su respuesta le sorprende aún más, porque el nombre que escucha parece surgir de los relatos bíblicos más antiguos:

Somos los cananeos. 

Los últimos hijos de Tiro.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me he leído la serie entera de los hijos de Tiro y ha sido muy interesante, pero
1º no me creo que circunavegaran África 2000 años antes que Vasco da Gama.
2º No comparto la visión de que Alejandro fuera un monstruo. Sí que era una máquina de matar, pero la historia la han construido los conquistadores como él, y contribuyó de forma decisiva al mundo helénico, que a través de Roma tendría una influencia importante en nuestro mundo...¿O no?

José Antonio Peñas dijo...

Lo de alejandro es opinable, por supuesto. Lo de áfrica es un hecho aceptado por todos los historiadores, precisamente gracias a la incredulidad de Herodoto. El que te lo creas o no, no lo cambia