La ausencia de una sociedad laica en el mundo islámico puede no 
parecer preocupante, ya que la mayor parte de los musulmanes son 
moderados, mientras que los extremistas son sólo una minoría, peligrosa,
 por supuesto, pero muy reducida.
Ese punto de vista es, de nuevo, erróneo. El católico moderado en
 un país católico (España, por ejemplo) es el creyente no practicante, 
que sólo pisa la iglesia en bodas, bautizos y comuniones, y al que las 
opiniones o creencias de sus vecinos le vienen a dar bastante igual. No 
es que el catolicismo tienda a la moderación: sucede simplemente que 
inmerso en una sociedad civil, es decir, laica, su influencia se diluye 
año tras año, por mucho que la conferencia episcopal se rasgue las 
vestiduras. Un musulman moderado en un país musulmán vive día a
 día su religión, está inmerso en ella, y no concibe la discrepancia. 
Aceptará a regañadientes la existencia de otras comunidades religiosas 
monoteistas (sólo pueblos del libro, judíos o cristianos) siempre y 
cuando se mantengan en un segundo plano y nada atraiga su ira.
Las
 muchedumbres que se echaron a las calles con el escándalo de las 
caricaturas de mahoma, quemando, apedreando y asesinando, no estaban 
compuestas de  terroristas y miembros de Al Qaeda, sino de moderados,
 que mataron a sus vecinos cristianos porque en la lejana Dinamarca 
alguien publicó un dibujo. La moderación del islam es un fanatismo de 
bajo tono, alimentado por la tradición, la pobreza y la ignorancia. Y 
hablamos de una pobreza de raíces profundas, agravada por unas 
desigualdades monstruosas.
No siempre fue así. Entre los años 50 y
 60 surgió una tendencia nacionalista laica en los países musulmanes, 
encabezada por el nasserismo egipcio. Este movimiento fue visto como una
 amenaza por Israel, las monarquías del Golfo y los EEUU, que no dudaron
 en sabotearlo desde dentro, apoyando económicamente a los movimientos 
religiosos como los Hermanos Musulmanes, una política que se intensificó
 en los 80 con el apoyo militar a los combatientes yihadistas en 
Afganistán. Por su parte los nacionalismos fracasaron (y a veces ni 
llegaron a intentarlo) en su intento de consolidar una sociedad estable y
 moderna. Tras su hundimiento, sólo quedó el integrismo. Y dado que la 
inmensa mayoría de los musulmanes siguen viviendo en la pobreza y la 
ignorancia, este integrismo carece de una alternativa real.
Eso 
implica que el musulmán moderado ve inadmisible y blasfema la 
homosexualidad, la independencia de las mujeres, la apostatasia, el 
ateismo, la teoría de la evolución, o cualquier cosa que vea discordante
 con su fe y se salga de la norma estricta del Quran. Y por añadidura el
 peso de la religión en la vida diaria permite justificar cualquier 
arbitrariedad, no sólo a nivel de calle sino incluso a nivel estatal. No
 es necesario ir entre los talibanes para ver algo así: pensemos en 
nuestro vecino Marruecos, donde la legitimidad de su tiranuelo corrupto 
es inatacable, ya que se le considera emparentado con el Profeta. Todo 
eso hace que su influencia sea más perniciosa que la de otras creencias.
En
 conclusión, contemplar al islam como una religión más, sin entender su 
realidad social, es, además de erróneo, peligroso. No porque sus 
enseñanzas o mandatos la hagan mejor o peor que otras, sino porque una 
serie de circunstancias históricas y sociales han hecho del mundo 
musulmán un caldo de cultivo para la intolerancia.
La prueba es 
que podemos encontrar un caso similar fuera del mundo musulmán. Por 
supuesto hay cultos muy fanatizados: judíos ultraortodoxos, mormones, 
extremistas católicos, testigos de Jehová, literalistas bíblicos, 
cristianos renacidos...
La mayoría de esos movimientos pueden 
encontrar situaciones políticas concretas que les permiten ejercer una 
infñuencia en la vida civil muy superior al que les correspondería por 
su peso real (tenemos el ejemplo inmediato de la Ley Gallardón, cuyo 
único sentido parece ser el de contentar a los fanáticos que calentaron 
la calle a favor del PP en las últimas legislaturas socialistas), pero 
eso entra dentro de lo esperable en el juego político. En cualquier caso
 la influencia de estos grupos es local, y viven inmersos en una 
sociedad civil, luego no parece que sea factible establecer una 
comparación con el mundo musulmán.
Pero hay una sangrante 
excepción: los cultos evangélicos que, debido a su vocación misionera, 
se han extendido por Sudamerica y África. También los tenemos en nuestro
 país y es posible ver en vivo y en directo sus métodos de expansión. 
Buscan a gente vulnerable y solitaria, como inmigrantes subsaharianos y 
sudamericanos, o comunidades relativamente aisladas, gitanos, por 
ejemplo, y les prestan una ayuda aparentemente caritativa, pero que les 
ata poco a poco, hasta que los predicadores van organizando la vida de 
su comunidad no sólo en los momentos del culto sino fuera de él. Esto no
 funciona fuera de esos círculos ya que, como he dicho, ejercen su 
presión sobre gente necesitada, ya sea económica o socialmente. El vigor
 de la sociedad civil española y la tradición católica limitan 
seriamente su expansión a otros niveles, pero eso no sucede en otros 
lugares.
En Brasil y Venezuela, dos de sus lugares tradicionales 
de expansión, las autoridades han procurado tomar medidas para paliar 
los aspectos más negativos de su influencia (medidas fiscales, por 
ejemplo), pero hay países donde sucede lo contrario, y no sólo se les ha
 permitido campar a sus anchas sino que se les ha otorgado peso incluso a
 nivel legal. Países donde nunca se ha constituido una verdadera 
sociedad.
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