Este texto se publicó originalmente en 2008, en la revista Muy Historia. Creo que hoy es un buen día para rescatarlo.
El siglo XX vio surgir un mundo nuevo de la mano de la revolución industrial: en apenas dos generaciones el trabajo, el transporte, las comunicaciones, la política … todo cambió gracias a las máquinas, salvo la forma de hacer la guerra. Cuando ésta estalló en 1914, los militares pensaban que las viejas ideas de Napoleón y Federico el Grande seguían siendo válidas. Y eso, pese a los precedentes que decían lo contrario.
En 1905, Rusia y Japón chocaron. La escuadra rusa fue diezmada por los torpederos, la infantería japonesa se estrelló contra las alambradas y ametralladoras de Port Arthur, cuyas fortificaciones fueron inútiles frente a la poderosa artillería nipona y, en el acto final de Tushima, la flota del zar fue reducida a chatarra por un nuevo explosivo nipón, la shimosa. La tecnología se adueñó del campo de batalla
Pero a ojos europeos los japoneses eran monos imitativos, y los rusos eran bárbaros con un leve barniz de civilización. Nadie tomó nota ni sacó conclusiones, y los generales siguieron pensando que la guerra era un desfile para lucir uniformes brillantes y ganar medallas. Y con ese espíritu caminaron hacia el desastre.
ESTASIS
Al comienzo, así parecía. Invencibles, los ejércitos alemanes atravesaron Bélgica y avanzaron hacia París mientras ingleses y franceses se retiraban sin detenerse. Y de pronto las cosas cambiaron.
La observación aérea determinó las posiciones y movimientos de los alemanes. Las tropas francesas afluyeron a la capital por ferrocarril justo a tiempo para frenar a los invasores en El Marne. Por primera vez los automóviles fueron a la guerra: las últimas reservas francesas llegaron a la batalla en taxi, directos desde París. Parecía imposible, pero los ejércitos del Kaiser fueron rechazados.
Poco después, en Ypres, el diminuto ejército inglés se cobró un precio terrible sobre los germanos: bien atrincherados, los Old Contemptibles barrieron a las tropas que avanzaban una y otra vez sobre sus posiciones. Cuando los alemanes se retiraron, dejaron sobre el terreno 130000 muertos. Frente a la potencia de fuego de las armas modernas, las formaciones abiertas eran tan sólo una enorme diana.
Desde Suiza al Canal, los soldados empezaron a cavar. El paisaje se cubrió de alambre y trincheras. Nadie sabía qué hacer a continuación, porque nadie había pensado que algo así podía suceder.
Los mandos dijeron, bastará con abrir una brecha y lanzarse por ella, pero la ametralladora se enseñoreó de la batalla. Frente a los asaltos frontales, las armas automáticas podían hacer pedazos un regimiento en cuestión de minutos. ¿Acaso una Maxim hubiera cambiado la batalla de Austerlizt? proclamaron los generales. Y sí, la habría cambiado.
Barrieron las trincheras con artillería pesada, pero al otro lado también había cañones. Las defensas se hicieron más profundas y los frentes se quedaron quietos. Al amontonar más y más armas, las líneas se hicieron más impenetrables que nunca. A una barrera artillera seguía otra de respuesta, convirtiendo la tierra de nadie en un paisaje muerto e impracticable. Sólo cambió la forma de hablar: los soldados ya no eran combatientes, sólo carne de cañón
Podría haberse buscado una salida negociada, pero nadie quería ceder: todos pensaban que el parón era temporal, que pronto se solucionaría y habría una rápida victoria. Y la contienda siguió.
EL CIELO SE OSCURECE
Tras ver que los asaltos frontales eran inútiles: ambos bandos empezaron a pensar en nuevas maneras de acabar con la parálisis. Los estados mayores no se caracterizaban por su imaginación, pero algunos buscaron la solución en el empleo de nuevas armas.
En el Artois, los británicos desplegaron sus aviones en cifras nunca vistas: la fotografía aérea, el reconocimiento a gran escala y el bombardeo de las líneas de comunicaciones supusieron una gran ventaja inicial, pero los ingleses no la aprovecharon y la brecha se cerró.
Los aviones no eran buenos duelistas. Algunos pilotos blindaron las hélices para disparar a través de ellas, pero los impactos en las palas las dañaban, y las balas rebotadas eran peligrosas. Los hermanos Morane idearon un sistema que desviaba las balas cuando la hélice pasaba ante el cañón, pero se derrochaba munición y el arma se desajustaba. Entonces Anthony Fokker diseñó un engranaje interruptor que coordinaba el paso de la hélice con el tiro de la ametralladora. Durante un tiempo su invento dio ventaja a los aviones alemanes, pero los aliados lo copiaron e igualaron las tornas. Sobre las trincheras, se sucedieron los duelos aéreos, sin que nada cambiara.
En tierra. la vida se volvió aún más miserable. Alemania tenía los mejores laboratorios químicos del mundo, y en abril de 1915, en Ypres, apareció un arma nueva: el gas tóxico. Una nube de cloro cubrió las posiciones de las tropas coloniales francesas. 6000 soldados murieron asfixiados y miles quedaron ciegos o inválidos. Ante los alemanes se abrió un agujero de casi seis kilómetros en las posiciones enemigas. Todo para nada.
El mando alemán no esperaba nada de la nueva arma, y no había tropas preparadas para atravesar el boquete, que fue cerrado en cuestión de horas. Perdida la sorpresa, el gas se volvió tan sólo un arma más: se diseñaron máscaras que protegían de sus efectos más letales y ambos bandos lo usaron una y otra vez. Aparecieron nuevas fórmulas y medios, pero la tierra de nadie siguió ahí: envenenada e impenetrable.
Poco después los civiles sintieron la guerra en sus carnes. El 31 de mayo los zeppelines alemanes atacaron Londres. El efecto sobre la moral inglesa fue muy grande: por primera vez una ciudad era víctima de un bombardeo desde el aire. Pero los colosos eran lentos y vulnerables, y apenas causaron daños materiales.
Con los años, la guerra aérea llegaría a ser una atroz realidad, pero 1915 estaba en pañales. La aviación no era la respuesta a la parálisis. El gas tampoco servía. Hacía falta otra solución: de alguna manera había que atravesar el vacío entre las líneas de trincheras y llegar al otro lado pero ¿cómo?
Inglaterra era la nación más industrializada del mundo, y buscó una respuesta industrial: convertir los motores en armas. Paradójicamente la solución no vino del ejército, sino de la marina. A finales de 1915 la Royal Navy tenía entre manos un extraño proyecto, inicialmente llamado crucero terrestre
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