Ya hemos repasado los pajarillos que animan nuestras calle. Vamos a ver ahora aves más contundentes, de esas que alegrarían una buena cazuela.
Justo en el límite de peso tenemos las alondras (Alauda arvensis). La primera vez que las vi pensé que eran gorriones gordotes. Luego, al acercarme, noté que eran bastante mayores, que caminaban en vez de saltar y que tenían un moñete de plumas en el cogote. Suelen rondar un descampado que hay cerca del CEIP G. Lorca, y a veces se meten en el patio del colegio, fuera de horas de recreo, para picotear todo lo que se le haya caído a los niños. Por suerte les gusta moverse por espacios muy abiertos y se las distingue bien de otras aves, porque no aprecian de la cercanía y no dejan que nadie se les arrime más allá de un tiro de piedra.
El siguiente animalejo me lo encontré en casa, a principios del verano,. Pasé frente al baño y noté que algo grande y gris se movía tras la mampara de la ducha: pensé que podría tratarse de una rata y me acerqué a investigar, encontrándome con un pajarote bastante nervioso que intentaba salir de ahí (se trata del bicho cagón de la fotografía que encabeza esta entrada). Se había colado por el ventanuco de la ducha, que era avatible, y cuando revoloteaba hacia arriba se daba con el cristal y volvía para abajo. Se trataba de un volantón de perdiz roja (Alectoris rufa), que debía haberse despistado y se había adentrado en el pueblo. No sé cómo haría para colarse por un ventanuco de un cuarto piso, pero ahí estaba.
Cerré la puerta mientras cargaba la batería de la cámara para que el ave no me viera trastear y se tranquilizara un poco. Luego, tras hacerl algunas fotos, lo cogí con cuidado para enseñárselo a mi hijo, le metimos en una caja de zapatos y buscamos un jardín protegido donde no estuviera al alcance de la gente. Esperé a que no hubiera público y lo solté: inmediatamente se aplastó contra el suelo, entre mis pies. Para mi asombro dejé de verlo por unos instantes y tuve que fijarme bien para asegurarme que estaba ahí, ya que al quedarse inmóvil resultaba casi invisible. Después, cuando vio que no había peligro, se puso en pie sobre sus patorras y echó a correr hacia los arbustos, como una avestruz en miniatura. No volví a verla, así que ignoro si le fue bien y se largó de vuelta al campo en cuanto cayó la noche o si la echó al cocido algún jubilado, pero fue una experiencia ornitológica muy interesante.
Mantuve abierta la ventana de la ducha unos días pero no entró ninguna perdiz más. Lástima: pensé haber descubierto un sistema cómodo de caza, e incluso busqué alguna receta por si acaso, pero todo quedó en nada.
Si lo que queremos es echarle sustancia al puchero, la ciudad ofrece una nutritiva alternativa a las esquivas perdices. Desde el verano de 2006 varias bandadas de ánades reales (Anas platyrhynchos) han adoptado el pueblo como destino turístico. Es algo atípico porque esos bonitos patos le tienen bastante manía a la gente. Resulta que ese verano tuvimos una sequía bastante dura, los humedales de la zona se secaron y las únicas extensiones con agua que quedaban eran los estanques del Parque de Andalucía, que ya tenían su población de patos oficiales (los que pone el servicio de parques). Los ánades vieron agua, vieron patos y una vez abajo descubrieron que, vaya usted a saber porqué, alguien les echaba comida, así que empezaron a acudir al lugar de forma asidua.
Resulta fascinante verles llegar, volando a toda velocidad, con el cuello muy estirado, como bolos a reacción, amerizando en grupo con un sonoro chapoteo y un montón de cuacs. O en parejas, macho y hembra, siempre muy juntos, aleteando en perfecta sincronía. Hace un par de años me quedé pasmado al ver como un grupo de tres, en formación de V, doblaban una esquina en vuelo rasante (en dirección prohibida, todo hay que decirlo).
El primer año que vinieron fue el de la alerta de la gripe aviar, y cada vez que un grupo se posaba en el agua un montón de mamás aterrorizadas corrían a rescatar a sus hijos y huían despavoridas del parque entre los pataleos indignados de los niños. Ahora ya nadie se asusta y los ánades se han ido acostumbrando a la cercanía de la gente. Los que no se acostumbran son los patos municipales, porque los azulones son bastante expeditivos y si opinan que hay demasiados patos en un estanque lo despejan a picotazos en un santiamén. Los cisnes y la bandada de gansos comunes que viven en el estanque mayor de la parte baja del parque no tienen problema, porque son lo bastante grandes como para defenderse, pero los patos de toda la vida, los blancos de pico amarillo, lo pasan mal.
Los ánades no son los únicos que acuden a los parques en verano. En dos ocasiones he visto un ejemplar de garza real (Ardea cinerea), inconfundible por su tamaño, su color y su modo de volar, aleteos amplios y pausados con el cuello replegado formado una S. Sospecho que viene a pescar al estanque grande cuando baja el sol, ya que allí hay bastantes peces de buen tamaño.
Con tantos volátiles sabrosos en nuestra ciudad, es lógico que algún predador les eche el ojo. Los gatos lo intentan (no siempre con buena fortuna, como ya vimos), y siempre que pido pato en el restaurante oriental que hay cerquita de casa me entran dudas sobre su origen, pero también hay cazadores alados, escasos pero siempre impresionantes. Lo normal es verles patrullando a media altura, casi siempre milanos reales (Milvus milvus) y otra rapaz de tamaño similar (tal vez un ratonero, Buteo buteo, ya que hay algunas parejas en el encinar de Valdelatas)
Mi encuentro más cercano con un ave de presa fue, de nuevo, una cuestión de azar. Mi chica y yo íbamos a recoger a nuestro hijo a su clase de judo, en el colegio, y vi un ave de tamaño mediano posada sobre el pabellón donde se daba la clase. Pensé que sería una paloma pero de pronto echó a volar a una velocidad asombrosa y pasó a nuestro lado, casi rozándonos y haciendo quiebros como un acróbata. Tomó altura y pude verla por fin contra el cielo: una silueta nítida de halcón. Al pasar a nuestro lado pude ver que su dorso era de color canela, luego era un cernícalo común (Falco tinnunculus). Los había visto por los campos que lindan con el extremo de la avenida Chopera, casi inmóviles en el aire mientras buscaban su presa, pero fue la primera vez que me encontre con uno en pleno casco urbano. Los he vuelto a ver en dos ocasiones, en la misma zona al lado del CEIP Emilio Casado. No sé qué es lo que cazan allí, porque me parecen muy pequeños como para atacar a una paloma y no estaban acechando en vuelo estacionario, sino pasando a gran velocidad; supongo que cuando les veo ya han logrado una captura y van de vuelta al nido.
Mi último avistamiento de aves tuvo lugar hace un par de semanas. Primero una mañana llevando al colegio a mi hijo, luego el pasado sábado desde el coche, vi una rapaz de gran tamaño volando muy despacio y a gran altura. La silueta era muy rectangular, de tabla, y por el modo de volar en círculos ascendentes podría ser un buitre leonado (Gyps fulvus). Sospecho que no se trata de ningún ejemplar que esté afincado cerca sino de una casualidad: algún buitre de patrulla que ha sobrevolado nuestra zona.
Así entretengo mis paseos, mirando al cielo cada vez que noto algo inusual. Mi chica me regaló el año pasado unos prismáticos de observación, pero ya sabéis como es esto: el día que sales feliz con tus prismáticos no aparece ni un puto gorrión, y cuando no los llevas se te cruzan en el camino todos los volátiles del planeta, dodos y fénix incluidos. Con o sin prismáticos observar aves es un placer y siempre te depara alguna sorpresa, como el otoño pasado, en Madrid, cuando vi pasar a uno de los escasos peregrinos (Falco peregrinus) que se han instalado en los edificios más altos de la capital. Ver un halcón mientras desayunas en una terracita con unas amigas es un gozo inesperado y confío en seguir llevándome alegrías durante mucho tiempo. Y no sólo con la contemplación, porque además de ser agradables de observar, algunos terópodos pueden resultar epicureamente estimulantes una vez asados y rodeados de patatitas y salsa.
Quien sabe, quizás al apretarnos una gallina al ajillo estamos vengando alguna afrenta jurásica, cuando los dinosaurios dominaban la tierra y nuestros humillados antepasados mamíferos aparecían en el menú del día.
(Nota a la anterior entrada sobre aves: he consultado sobre el pajarillo no identificado que he visto de cuando en cuando y me han comentado que si bien alguna vez han visto carriceros en los estanques del parque, lo más probable es que se trate de un mosquitero común, mucho más abundante)
2 comentarios:
Pues lo que te contaba de los jilgueros en el comentario anterior, otro tanto habría que decir de los ánades reales, aunque fuera algo antes cuando experimentaron una auténtica explosión demográfica. Además del Miño, la ciudad está surcada por varios riachuelos y cuenta con gran número de paseos fluviales, por lo que su visión se ha convertido en algo cotidiano. Sobre todo porque los de aquí, de tímidos no tienen nada. Te los encuentras en lugares realmente inusitados, con tal de que haya algo de agua en las cercanías (no ya estanques, sino incluso fuentes), no se dejan intimidar por la presencia de viandantes a su alrededor, y crían con profusión allá donde encuentren un lugar mínimamente apartado para instalar un nido.
Aparte de eso, también yo tuve la suerte de mirar hacia arriba y divisar la silueta del halcón peregrino volando entre los edificios, por lo que puedo dar fe de que también mi ciudad da cobijo a esta especie.
Y no sólo als aves: poco a poco las especies oportunistas se van afincando en las ciudades. Después de todo son un ecosistema muy rico en recursos, sólo tienen que acostumbrarse al ruido y reducir la distancia de huida (el límite al que puedes arrimarte antes de que escapen), y los de hábitos nocturnos lo tienen aún más fácil. Es el caso de los zorros, que cada vez se acercan más a los barrios periféricos.
La contaminación reduce la fertilidad en algunas especies (es el caso de los halcones) pero la abundancia de alimento lo compensa, porque las crías que nacen pueden ser criadas sin demasiada dificultad
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