Como ya he mencionado, tenemos una abundante fauna gracias a nuestra cercanía a diversas zonas campestres. Eso es algo que puede apreciarse especialmente en los meses de mayo y junio, cuando las florecillas se abren airosas por todas partes y los animalicos, repletos de hormonas, se dedican a procurar que una nueva generación venga al mundo (lo que viene a ser, dicho vulgarmente, follar sin condón, pero en plan zoológico)
Es en estas fechas cuando más fácil resulta encontrarse de frente (o de costado) con la vida en plena ebullición, y nuestra casa ha sido mudo testigo de varios de esos encuentros. El último, y uno de los más prolongados y ruidosos que recuerdo, empezó a finales de abril.
Nuesto piso es un cuarto, que en esta zona es la máxima altura permitida para una vivienda, pero la azotea encima nuestro se ha convertido en un quinto habitado. No por humanos, sino por una animosa familia de mirlos. Al principio y sólo de cuando en cuando oíamos un revoloteo encima de nuestra cocina seguido de algunos tímidos pi, pi, pi poco perceptibles.
A finales de mayo hubiéramos tenido que ser completamente sordos para no saber lo que teníamos encima. Por que los mirlitos crecen, y muy rápido. Y crecen sus exigencias de alimento y sus voces, a la par que empeoran sus modales. Francamente, espero que los mirlos disfruten de la follada mientras la echan, porque las consecuencias de la misma no se parecen demasiado a las románticas imágenes de niditos acogedores con educados y alegres pollitos cantando felices ante sus orgullosos padres.
El escenario usual de un plácido sábado por la mañana, cuando un servidor de ustedes se dispone a desayunar con la mujer de su vida en un ambiente de relajación y, por qué no decirlo, todavía una agradable somnolencia, se veía interrumpido aproximadamente cada cinco minutos por la llegada de alguno de los emplumados progenitores, verdaderos estajanovistas de la alimentación. Al veloz revoloteo seguía una serie de estruendosos ¡PIO!¡PIO¡PIO! a cuatro voces, acompañados del sonido de una batalla campal, con arrastrones, empujones y forcejeos, seguidos en las últimas semanas de una ruidosa persecución mientras el papi o la mami intentaban arrojar las viandas a las bocas de sus hijines mientras intentaban no ser devorados en el proceso. Luego, mientras los hermanitos se zurraban por los despojos, los responsables, no sin alivio, se alejaban a toda velocidad en busca de más provisiones para su plaga familiar.
Ya hace una semana que no oigo peleas pajariles, así que probablemente nuestros ruidosos inquilinos han abandonado ya el hogar que les vio nacer. Por desgracia no parecen haber logrado comerse a sus papis, luego la próxima primavera volveremos a ser deleitados por tan musical crianza.
Otro contacto usual en esta ciudad abundante en picos y plumas es el avistamiento de nidos de paloma torcaz. En teoría encontrar sus nidos no es fácil, dado que suelen situarlos en lo alto de árboles muy frondosos para escapar al calor y las solaneras, pero un sutil detalle permite al observador atento descubrir su presencia. Se trata del acúmulo de ñordos que se forma a sus pies, ocupando de media una superficie de dos metros cuadrados por nido, y veteado de un lamentable color violáceo motivado por la ingesta abusiva de moras de árbol. Ingesta que, sospecho, también se relaciona con el enorme volumen de las deposiciones.
Eso no supondría un problema demasiado grave de no ser por dos motivos. El primero es la escasez de plazas de aparcamiento, que obliga a los conductores a dejar sus vehículos en zonas extremadamente peligrosas. En el caso de automóviles que no se mueven entre semana, el resultado puede ser la pérdida casi completa del color original bajo el bombardeo caquil, salvo que por casualidad el coche fuera previamente de color morado (e insisto, no es un morado especialmente atractivo). El otro es la abundancia de parques donde, indefectiblemente, los bancos se sitúan bajo árboles frondosos para ofrecer una sombra adecuada a las mamis en los calores del estío. Por desgracia ese es el tipo de árboles más apreciado por las simpáticas avecillas, y los bancos suelen necesitar un repintado a su color original cada mes y medio, precedido de un cuidadoso raspado de deposiciones y (espero) un buen desinfectado con zotal.
No quiero que penséis que todos los encuentros con el mundo animal son incómodos. Hay contactos muy instructivos gracias a la abundancia de insectos que nos rodea. Tenemos afanosos y culigordos abejorrotes zumbando por todas partes, con una curiosa predilección por los setos de madreselva (no tan curiosa, ya que huelen maravillosamente, con un tono a vainilla que casi hace salivar) y una buena cantidad de avispas cazadoras. No me refiero a la clásica avispa papelera negrigualda, que suele hacer nidos comunales de cartoncillo gris, sino a avispas alfareras, de cintura larguísima y vida solitaria, siempre ocupadas en la confección de nidos individuales donde depositar un huevecito y algo de comida, generalmente en forma de larva anestesiada.
Estos elegantes himenópteros buscan lugares resguardados, tranquilos y frescos, y han decidido que nuestro hogar es uno de ellos. En lo que va de año nos hemos encontrado ya cuatro vasijitas de barro adheridas a nuestras cortinas, tanto en el salón como en la cocina, que sólo esperaban el regreso de su autora con provisiones para recibir el sellado y los toques finales. Son una verdadera curiosidad, recipientes formados a base de pedacitos diminutos de tierra masticada por la avispa hasta formar un anforita alargada o rechoncha de hasta tres centímetros, firmemente adherida a a tela. Por desgracia mi chica no comparte mi entusiasmo por la observación en directo de la naturaleza y ha procedido en todos los casos a un inmediato desahucio.
Las avispas no se dan por aludidas. Parece que nuestra vivienda está clasificada en su guía michelín como un alojamiento de muchas estrellas, porque no pasa una semana sin que alguna de esas abnegadas artesanas ronde por nuestras ventanas, buscando una oportunidad para aportar su granito de arena (o de barro) a l ajuar.
Como punto final quiero mencionar un simpático encuentro que tuve hace una semana. Estaba en mi dormitorio calzándome cuando vi una forma gordota y llena de patas moviéndose al lado de nuestra camilla de masajes. Afortunadamente para el visitante, fui yo quién le localizó. De haber sido avistado por mi chica, ésta hubiera empuñado la zapatilla y sólo a posteriori hubiera intentado intentado una identificación, si es que hubiera quedado algo lo bastante entero como para un análisis forense. Porque nuestro torpon amiguete no era una cucaracha (animal fascinante, sin duda, pero al que creo que todos preferimos mantener a una distancia razonable de nuestras casas) sino una regordeta cetonia, uno de los escarabajos más bellos de la cuenca mediterránea.
Supuse que se trataba de eso cuando vi su forma robusta y un ligero brillo metálico en su dorso, incluso en la penumbra del dormitorio. Debió ser arrastrada por el viento, que ese día soplaba muy fuerte y buscó refugio entrando por nuestra ventana. Avisé a mi chica y nuestro hijo, les pedí un vaso y una hoja de papel para cogerlo sin dañarlo y luego lo llevé al balcón para que lo vieran al sol, con todo su esplendor. Allí pudimos deleitarnos con el soberbio verde irisado de su cuerpo, producto de un asombroso efecto de polarización lumínica. Bueno, mi hijo y yo nos deleitamos. Ella lo vio, dijo sí, muy bonito, y ahora sácala de casa, así que procedí a dejarla en una maceta del balcón para que se recuperara del susto (en cuanto notó que lo cogían se hizo el muerto) y al caer la tarde ya se había largado.
Pese a las molestias que pueden surgir de forma ocasional, creo que vivir en una población con tantos vecinos no humanos es una suerte. Siempre me paro a observar cuando noto un movimiento inusual en la hierba, o escucho algún trino desconocido, y teniendo hijos es bonito dar en directo una breve clase sobre entomología u ornitología, de esas que despiertan el entusiasmo de los chavales, con espontáneas frases del tipo Papá, ¿queda mucho? y vámonos ya, que quiero llegar a casa. De acuerdo, no me darán el premio al papi más divertido y enrollado del año, y sí, reconozco que cuando me encuentro con un bicho interesante me pongo un poco plasta. ¿Qué puedo decir en mi defensa? Me fascinan las cosas vivas, incluyendo algunas que suelen dar bastante repelús a mucha gente.
Soy rarito, lo sé, y en general mis intentos de interesar a mi chica por un nuevo espécimen son recibidos con miradas cansadas y gestos de somnolencia. Pero aún no me ha echado a la calle, así que supongo que compenso mis defectos frikunos con mis virtudes como compañero y amante. Y no os riáis, no, porque tengo en marcha un experimento a largo plazo para saber si ése es el caso. Seguiré dando la vara con los bichos año tras año, y si el día en que ya no se me levante la picha me toca dormir en el rellano, sabré que tenía razón. Será un momento triste y frío, pero podré consolarme diciéndome José Antonio, amiguete, eras lo bastante bueno follando* como para que te aguantaran tus rarezas.
Soy rarito, lo sé, y en general mis intentos de interesar a mi chica por un nuevo espécimen son recibidos con miradas cansadas y gestos de somnolencia. Pero aún no me ha echado a la calle, así que supongo que compenso mis defectos frikunos con mis virtudes como compañero y amante. Y no os riáis, no, porque tengo en marcha un experimento a largo plazo para saber si ése es el caso. Seguiré dando la vara con los bichos año tras año, y si el día en que ya no se me levante la picha me toca dormir en el rellano, sabré que tenía razón. Será un momento triste y frío, pero podré consolarme diciéndome José Antonio, amiguete, eras lo bastante bueno follando* como para que te aguantaran tus rarezas.
* Ya pensabais que no iba a hacer ninguna alusión marranilla ¿eh? Qué poco me conoceis.