La situación a la muerte de Domiciano es catastrófica: el tesoro imperial está en las últimas. Tras el breve intervalo de Galba, el emperador Trajano toma las riendas y se dispone a buscar nuevas fuentes de ingresos.
Dacia, en la actual Rumanía, es una tierra de gran riqueza minera que no sólo ha escapado al control de Roma sino que incluso recibe un tributo debido a una desastrosa campaña de Domiciano. Trajano atraviesa el Danubio, conquista la región, extermina a casi toda la población y esclaviza a los supervivientes para que sigan explotando las minas. El botín es tan inmenso que el precio del oro cae más de un 20%.
Las nuevas riquezas permitien a Trajano emprender una febril política de construcción tanto en Roma como en las provincias (de ese periodo data el acueducto segoviano) y reorganizar el ejército y la administración. Luego, tras varios años de paz, vuelve su mirada a Oriente y emprende una nueva guerra contra los partos. El objetivo es doble: ganar las riquezas del único imperio rival de Roma y abrir una ruta hacia la India a través del Golfo Pérsico controlada por los romanos, acabando así con las costosas tasas que cobran los mercaderes a las importaciones orientales. Su muerte impide que se completen las conquistas y su sucesor, Adriano, se repliega a las fronteras originales de Oriente.
Adriano reorganiza el tesoro y el fisco, dejando a su muerte un excelente sistema administrativo que prolonga la prosperidad hasta finales del siglo II, cuando el desastroso gobierno de Comodo vuelve a vaciar las arcas, gracias entre otras cosas a sus dispendiosos festejos, que se prolongan durante meses.
Tras la crisis sucesoria de Comodo, Septimio Severo retoma los pasos de César y Trajano y esta vez el imperio parto es derrotado de forma definitiva. De nuevo el oro corre por las calles de Roma y el propio Severo encuentra nuevas formas de gastarlo, incrementando los repartos de alimentos al pueblo, aumentando el volumen del ejército y mejorando sustancialmente sus ingresos para asegurarse su lealtad. Pero esta riqueza es tan sólo un espejismo.
Con la conquista de las provincias occidentales del imperio parto Roma ha vaciado la última fuente de oro a su alcance. A partir de ahí no volverá a haber ingresos espectaculares y a medida que los gastos imperiales aumenten el único recurso a esquilmar será el propio imperio. El sucesor de Severo, Caracalla, extiende la ciudadanía todo el imperio, no como gesto de magnificencia, sino para ampliar el número de ciudadanos sujetos a contribución.
El mismo Caracalla reemplaza el viejo denario, por una nueva moneda de plata, el antoniniano, que devalua al anterior en un 20%. Ni aún así es posible sostener los enormes gastos de la administración y el siguiente emperador, Macrino, tiene que rebajar el sueldo de las legiones para hacer frente a un costoso tratado de paz con los partos, lo que le costará la vida.
A lo largo del siglo III se suceden las administraciones de forma caótica, siendo el único interés de los emperadores el de reunir suficiente dinero como para mantener contento al ejército. El desastre económico se refleja en el desatre administrativo, que culmina con la muerte del emperador Valeriano a manos de los Sasánidas, sucesores de los partos.
Los sucesores de Valeriano acuñan moneda compulsivamente y la inflación campa a sus anchas: los antoninianos apenas tienen una mínima fracción de plata en una amalgama de vellón. La crisis política sucede a la económica y cuando Aureliano sube al trono en 270 el imperio incluso ha perdido sus provincias orientales y occidentales a manos del efímero imperio de Galia y el reino de Palmira. El nuevo emperador logra enmendar la situación y el saqueo de Palmira aporta algún alivio a las arcas, lo que permite estabilizar el Antoniniano con el valor de un vigésimo de denario y una proporción de un 5% de plata ¡una caída de valor del 4000% en menos de 60 años!
Tras Aureliano los emperadores se suceden a una velocidad pasmosa. Algunos intentan avanzar de nuevo hacia Oriente pero los persas sasánidas se encargan de cortar de raíz sus sueños de riqueza. Diocleciano, en el cambio de siglo, restaura la administración, establece un sistema impositivo universal y vuelve a reformar la moneda, eliminando el antoniniano e introduciendo el solidus de oro como reemplazo del aureus, al cambio de 1000 denarios de plata. Eso estabiliza las finanzas imperiales a costa de una monstruosa inflación al tirar de nuevo por tierra el valor de la moneda menor, la única a la que tiene acceso la plebe.
Diocleciano separa las administraciones de Oriente y Occidente, y Constantino da el paso definitivo: establece su capital en Bizancio y acuña el nuevo solidus bizantino como moneda de referencia. A finales del siglo IV la división administrativa se convierte en real y el imperio de Oriente separa su destino del de Occidente.
La escisión es inevitable: al agotarse los recursos de Hispania, Galia y Britania los principales ingresos del Imperio vienen de Oriente, cuyos puertos monopolizan el rico comercio con Asia. El oro del imperio ha ido acumulándose ahí mientras la moneda occidental inicia una devaluación crónica. En Roma, los ricos acaparan el dinero de calidad, quedando tan solo en circulación el vellón: la ciudad que ha saqueado el mundo ni siquiera tiene ya plata para acuñar. Sin una moneda de confianza, cobrar los impuestos resulta ruinoso y reclutar tropas es casi imposible; a lo largo del siglo IV la movilidad social desaparece: el hijo de soldados debe ser soldado, el hijo de aparceros será aparcero, es la única forma de evitar que todo quede abandonado.
La llegada de las migraciones germanas en el siglo V dará la puntilla al tambaleante dominio occidental. Los diversos pueblos recién llegados, tras intentar integrarse en el imperio, se federan a sus órdenes, pero el coste en oro es alto, y mucho más se consume intentando mantener a los hunos fuera de las fronteras. Los saqueos de Roma del 410 y el 455 vacían las últimas arcas de la ciudad Eterna.
Al desaparecer el Imperio Occidental la mayor parte de los recursos monetarios han desaparecido, bien rumbo a Oriente, donde el Imperio se sostendrá varios siglos más, bien en manos de los recien llegados, que a a falta de una economía monetaria activa optan por atesorar o convertirlo en joyas y objetos de culto para las las iglesias, que en los siguientes siglos acumularán una enorme cantidad de bienes. El solidus bizantino se convierte en la moneda de referencia, y la riqueza acumulada en el imperio de oriente alcanza incluso para el semisuicida intento de Justiniano de reconquistar Hispania, Libia e Italia. Los escasos resultados no compensan el enorme esfuerzo: ni siquiera la rapacidad de los recudadores de Justiniano puede extraer oro de donde no lo hay.
La primera parte de la Edad Media verá muy poca circulación de oro. Los nuevos reinos se han establecido sobre tierras que han sido desangradas durante siglos. La única fuente de moneda son las casas bancarias, vinculadas a los puertos italianos, que abren de nuevo el tráfico con Oriente, y a partir del siglo VII el nuevo reino de Al Andalus. Al alba del siglo X los banqueros italianos y la Iglesia se sienten lo bastante poderosos como para alentar y financiar las cruzadas: les atraen las rutas comerciales hacia China y la India, el oro de Oriente y, en el caso de los italianos, el deseo de destruir el dominio de los bizantinos sobre el tráfico de la seda y las especias. El oro vuelve a fluir por toda Europa tras la toma de Jerusalén y a comienzos del siglo XIII los cruzados arrasan Constantinopla, 8 siglos después del primer saco de Roma. Los últimos tesoros saqueados por los romanos vuelven así de nuevo a la circulación, contribuyendo a la creciente monetarización de la economía en la Alta Edad Media y preparando el camino para la futura expansión europea por el globo.