Algunas de las vivencias del parque acarrean un valioso aprendizaje de cara a nuestro posterior devenir en áreas tan dispares como la física, la nutrología o el puro zen. Veamos algunas de esas valiosas lecciones.
El juego de chocar nos introduce en el apasionante mundo de la mecánica de sólidos. La dinámica es muy sencilla: el receptor (yo) se sitúa en un área despejada, en posición acuclillada y con brazos abiertos, mientras el pelotón de pequeños corredores se coloca a una distancia de cinco, seis metros para tomar carrerilla y chocar con el citado receptor. Este juego se mantiene en unos límites razonables mientras los churumbeles oscilan entre los dos y tres años de edad, con un peso medio de 12 kg. Los problemas aparecen un año después, cuando el pelotón kamikace tiene de tres a cuatro años de edad, su peso medio alcanza los 15 kg y su coordinación motriz está más desarrollada, lo que se traduce en una sorprendente capacidad de aceleración en distancias cortas. El aumento de peso no es importante, pero sí lo es el incremento de la velocidad ya que la fuerza del choque depende de la energía cinética y en ésta el factor velocidad se eleva al cuadrado.
La mejora en la coordinación supone además que, en vez de una serie de impactos separados, la infortunada víctima en precario equilibrio (insisto: yo) recibe el impacto colectivo de seis u ocho bultos cuyo peso conjunto supera el de un adulto medio y que, por casualidad o mala hostia, aciertan en las partes anatómicamente más vulnerables (bajo vientre, tráquea, entrepierna…). Para hacernos una idea del resultado debemos imaginar lo que le sucedería a un solitario bolo que fuera golpeado a la vez por media docena de jugadores decididos a obtener un strike.
La experiencia es un grado, también aquí, y aparte de tácticas dilatorias (como intentar convencer a los peques de que arrollar a un indefenso papi cual manada de ñues enloquecidos no es tan divertido) uno acaba por desarrollar ciertas habilidades, como rodar en la caída para evitar lesiones graves o situarse en la parte blandita del arenero (es mejor enarenarse el pelo que sufrir una luxación)
La palatabilidad de un alimento se ve notablemente influenciada por la persona que lo ofrece. Una de las mamis llamada C se las ve y se las desea para que su hija M, adorable y vivaracha niña de la misma edad que mi hijo D, se tome las galletas, el yogur y la chocolatina de la merienda. Es todo un problema porque socialmente está mal visto abrirle la boca con una palanqueta a la niña e introducir las viandas gañote abajo empujando con un palo. Sin embargo la encantadora mica sí come a dos carrillos si le ofrezco parte de las galletas que traigo para D, de la misma marca y clase que las de su madre (siempre llevo galletas de más, por si me entra gusilla). Solución rápidamente negociada: cuando llegamos al parque C me pasa subrepticiamente la merienda de M, yo la camuflo en la bolsa de la merienda de D, y M merienda feliz y contenta. Nótese el subrayado del término subrepticiamente: la única tarde en que M1 se apercibió de la jugada no hubo manera humana de hacerla comer las puñeteras galletas, pero el resto de días fui capaz de endiñarla incluso los quesitos El Caserío, infame producto que yo mismo me negaría a comer incluso en las situaciones más extremas de necesidad.
La capacidad de los niños para encajar daños psíquicos es muy elevada. Según los pedagogos, el nene aumenta su madurez si depositamos nuestra confianza en su criterio y dejamos, por ejemplo, que tome de forma autónoma la decisión de volver a casa para cenar. La triste realidad es que por lo que a ellos respecta, los peques pernoctarían en el parque ya que la tarea de trasladar cubos de arena de un lugar a otro y rebozarse de barro hasta las cejas es no sólo prioritaria para ellos sino vital para el equilibrio planetario. Tras algún intento de razonar con mentecillas cerradas todos optamos por el plan B: se coge al enano pataleante, se le ata firmemente en la silla, se recogen los juguetes dispersos y a casita, que ya es la hora. En el caso de no haber silla o carrito se recogen primero los juguetes en medio de encendidas protestas infantiles y luego se pone uno al cachorro bajo el brazo y en marcha. Y si se traumatiza, pues que se traumatice, pero vamos, que no, que nadie requiere ayuda psicológica por tener que abandonar el parque a su hora. Y en cuanto a las típicas plastimamis opinantes (que se cruzan contigo y comentan, pobrecillo, eso es que quiere jugar un ratito más, es que no es forma de llevarlo, si seguro que quiere ir solito…), resumiré mi opinión en forma piscícola: que las folle un atún.
Según los expertos la infancia ama las novedades. Nada más falso. De cuando en cuando alguno de los enanos pregunta ¿Nos cuentaz un cuento? e, indefectiblemente, una vez tengo sentada a mi alrededor la agrupación de oyentes se oye la vocecilla de M2, la más peque de la pandilla, apostillando ¿Noz cuentaz Piterpán?. No tengo nada en contra de la obra de P. M. Barrie, pero he llegado a desear que su madre lo hubiera arrojado al Támesis nada más nacer con una piedra atada al cuello. ¿Cuantas veces es posible contar Peter Pan sin perder la cordura? ¿Cuantas veces se puede escuchar esa historia sin perder las ganas de oírla una vez más? Por suerte tengo bastante aguante pero estuve tentado de contarles algún día cómo Garfio hizo lonchas a Peter Pan y alimentó con ellas al cocodrilo mientras Tigrilia se follaba a toda la tripulación pirata, incluyendo al señor Shmee, y Wendy y Campanilla triunfaron en el show bussiness con un espectáculo lesbo-faérico.
La inventiva infantil también está sobrevalorada: cada vez que jugamos al escondite y me toca contar, la manada sale escopeteada a la carrera para esconderse, todos juntos, en el mismo sitio. Encontrarles no es difícil, sólo hay que fijarse en qué banco o arbusto destaca por la presencia de docena y media de pies asomando por abajo. Todos salvo una, que suele correr menos y se esconde en algún sitio más cercano, pero tampoco cuesta encontrarla: basta con esperar a que se aburra (enseguida) y pregunte ¿Noz cuentaz Piterpán?.
Otro interesante descubrimiento realizado en el parque, esta vez de tipo biológico: el agrupamiento de embarazos. Durante el segundo año de parque, a mitad de la primavera, R (la madre de M3) se anima a buscar la parejilla y se nos preña. A las dos semanas una segunda mami sigue su ejemplo y a la vuelta del verano tenemos cinco bombos en marcha. ¿Envidia de barriguita? ¿Mimetismo cultural? ¿Ataque colectivo de lujuria femenina? ¿Alguna misteriosa hormona flotante que dispara los relojes biológicos?. Yo, sólo por si acaso, prohibo taxativamente a mi chica acercarse a menos de 200 metros del parque*, y durante un tiempo valoro la posibilidad de follar con dos preservativos, no sea que mis espermatozoides se hayan contagiado del frenesí procreador y logren atravesar el primero a fuerza de cabezazos suicidas.
* He mencionado la parquefobia de mi pareja, pero de cuando en cuando (MUY de cuando en cuando) ella se pasaba por el arenero a vernos. En una de esas ocasiones me levanté, la di un beso y un cariñoso achuchoncete, lo que fue comentado por el resto de mamis con expresiones del tipo chica, así da gusto que te reciban lo que me llevó al siguiente planteamiento: ¿no es normal darle un beso a tu pareja cuando llega? ¿Acaso a ellas las reciben con un gruñido? ¿Las tiran zapatos? ¿las tirotean?.
Después me fui fijando en que la mayoría de hombres, llegada la edad adulta, parecen poco proclives a las manifestaciones de cariño públicas. Es más, el marido de una buena amiga se puso rojo como un tomate cuando, estando en el cole a recoger a los enanos, ella le dijo Anda, dame un beso. ¿Qué habría pasado si se hubiera sacado las tetas y le hubiera pedido un besito para cada una? ¿Habríamos asistido a una combustión espontánea?