Mujer iroqués

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jueves, 19 de agosto de 2010

Breve guía del improperio (IV)

Continuando mi defensa del castellano sin tapujos he recopilado una nueva serie de epítetos que, sin renunciar al colorido y la elegancia, brillan por su exactitud descriptiva.

El primero es la forma compuesta Tuercebotas, concisa metáfora visual que retrata el andar de aquellos personajes desprovistos de gracia o sutileza, que al intentar caminar patean de forma desequilibrada y exagerada,  como si en vez de cuerpo arrastraran un fardo de patatas mal cosido.

Otra feliz semblanza es la que nos regala la austera palabra Tarugo. En su acepción literal se refiere al trozo de madera grueso, corto y sin desbastar, pero también señala al individuo vulgar sobre el que la educación resbala, como lluvia sobre el granito, sin dejar la menor huella. No obstante soy más amigo de sus sinónimos Zoquete y Mastuerzo, ambos de mayor sonoridad gracias a la vivificante presencia de la Z.

Hablando de zetas, ha llegado a mi oído un bello localismo extremeño, sinónimo de Zarrapastroso: se trata del término Zarrio, de similar raíz y probablemente mayor antigüedad ya que en su sentido originario un zarrio es, bien un harapo, bien un pegote reseco de lodo en los bajos de la ropa o el calzado (¿posible origen, entonces, del sustantivo Zurraspa? La etimología es un mundo fascinante).

Cambiamos de tercio para encontrarnos con Meapilas, una verdadera rareza de nuestro léxico, ya que su significado, persona gazmoña (otra maravilla de adjetivo) de exagerada y ostentosa devoción, contrasta con la imagen que recoge, ya que el acto de orinar sobre el agua bendita resulta clara y agresivamente blasfemo. También resulta extraño (en apariencia) que el más católico de los pueblos haga objeto de chirigota a los que manifiestan públicamente su piedad.

Dije en apariencia porque si hay algo que desprecie el español es la hipocresía y el meapilas es ante todo hipócrita, es decir, Fariseo, un epíteto con más de dos mil años de antigüedad, nobles raíces bíblicas y amplio espectro:  tan fariseo es el defensor acérrimo de los valores familiares  que sigue al santo en procesión, cirio en mano, para luego hacerse sodomizar ataviado con ceñido corpiño rojo como el supuesto progresista que se llena la boca en defensa del proletariado mientras legaliza la sodomía del trabajador, sin siquiera derecho a corpiño.

Tan antiguo o más que fariseo es Fenicio, que no alude a la audacia de ese pueblo de navegantes, ni a su sabiduría como creadores del alfabeto, sino a su avidez de riquezas, pues la avaricia ha sido tan mal vista en estos pagos como la hipocresía. De ahí la proliferación de epítetos dedicados al avaro, como Roñoso (oxidado como las monedas guardadas en el proverbial calcetín), Agarrado (al vil metal), Cicatero (remolón a la hora de pagar) o Agiotista (que se beneficia del cambio monetario), pero, dado mi amor por los términos de origen religioso, me decanto por una fórmula tal vez demasiado larga pero repleta de expresividad: Cofrade de la Virgen del Puño.

No  quiero cerrar esta entrada sin mencionar un epíteto de nueva cosecha, un feliz hallazgo de la sin par Moli: se trata de Oligolérdica emputecida. Esta construcción suma la nimiedad de la persona aludida expresada en la raíz oligo con la alusión a su cortedad mental merced a la sonora terminación lérdica, todo ello rematado con emputecida, vívida descripción de su aliño y atuendo. Tres niveles de significado bellamente combinados que despiertan en mí un profundo sentimiento de felicidad, ya que estas novedades demuestran que nuestro idioma, lejos de estar anquilosado en el academicismo, sigue creciendo, fértil y vigoroso.

viernes, 4 de junio de 2010

Breve guía del improperio (y III)

No quiero cerrar el tema de los insultos sin hacer mención a esas palabras repletas de sabor y tradición que han ido cayendo en el desuso y sólo son empleadas hoy en día por gentes lo bastante mayores como para haber crecido con ellas y personas con un gran conocimiento del idioma castellano y sus raíces. Algunas han sido reivindicadas en los últimos años por humoristas televisivos como los miembros de Oregón Televisión, Muchachada Nui o José Mota. Vaya desde aquí mi admiración y agradecimiento por esos profesionales que reivindican un humor mucho más allá de las risas enlatadas y el chiste facilón.

Se trata de expresiones populares con una gran riqueza sonora y visual, que en ocasiones sólo han sobrevivido en algunas comarcas de nuestra tierra, convirtiéndose en localismos. De ahí que la mayoría carezcan de equivalencias fuera de España, dada la imposibilidad de transcribir a otras lenguas su sonoridad y capacidad evocadora. Vamos a repasar una pequeña parte de este tesoro nacional, digna herencia de nuestros ancestros

MAJADERO es una de mis palabras favoritas. Deriva de la acción culinaria de majar, golpear repetidamente para machacar, como se hace con la mano del mortero, y es una ocurrencia muy feliz, pues el majadero une a su cortedad de luces la insistencia en la tontería, es decir, es el necio machacón. Se trata de un buen ejemplo de fuerza fonética, ya que la sucesión de vocales abiertas se refuerza con la dureza de la J, subrayando así el hartazgo que sentimos ante el que se hace merecedor del apelativo

SOPLAGAITAS es un sinónimo popular de estúpido. Llamamos así a los que creen estar demostrando sus dotes y habilidades sin comprender que se ponen en ridículo. El símil resultará evidente para cualquiera que haya escuchado tocar a un buen gaitero y sufrido después a algún aficionado bienintencionado pero incapaz.

Otra belleza de nuestro idioma es TUMBAOLLAS, con su sinónimo TRAGALDABAS. ¿Necesitan explicación estas maravillas?. Quédense los ascetas con sus raciones desangeladas: quienes pisamos firme sabemos que festejar es zampar y si la gula es pecado lo es por ser placer. Diganme tumbaollas, tragaldabas, arrebañapucheros o tripero, que no me avergonzarán porque, parafraseando a Sancho, al buen comer dicen José.

ZOTE es, sin duda, el término más sonoro y contundente para calificar al torpe de entendederas. Resulta una palabra especialmente sabrosa porque la apertura en Z se prodiga poco en nuestro idioma, pero abunda en palabras ofensivas, como ZOPENCO, que es casi un sinónimo de zote, pero mientras esta señala a los de comprensión lenta, aquella se ciñe a la persona de mollera pétrea.

Existen otros improperios azetados, como ZASCANDIL, persona ligera y enredadora, es decir, liante y culo de mal asiento, o la contundente palabra ZARRAPASTROSO que, según mi chica, se define sin necesidad de diccionario: basta con mirarme.

El personaje de El Cansino Histórico se ha hecho célebre por la retahila de insultos con la que reboza a sus víctimas, y entre ellos destacan dos con Z: ZAMARRO, bruto y tosco, y ZUMALLO, término de origen euskaldún, que define a aquel que canta sus virtudes sin poseerlas (por la zumalla, un simpático pájaro cantor).

De los otros (muchos) términos popularizados por el Cansino sólo destacaré PREGONADO, que gana fama sin mérito, y PUDRECOLCHONES, dicho del holgazán e inutil sin enmienda.

ATROPELLAPASTOS es otra expresión compuesta digna de elogio, que remite quizás al recuerdo del temido caballo de Atila. Y no en vano,pues el atropellapastos o atropellaplatos (versión más doméstica del primero) es aquel que siembra el caos por su torpeza y precipitación.

El CAGAMANDURRIAS es un personaje digno de nuestro desprecio, siendo el hombre (que no mujer) atildado y pagado de sí mismo, que presume  sin gracia ninguna que le adorne. Su mejor sinónimo es un galicismo, PETIMETRE, conversión de petit mâitre, es decir, jefecillo, que se da aires sin tener autoridad. La palabra castellana es una acertada metáfora visual, ya que el señalado camina tan estirado como si llevara una mandurria o bandurria dentro del culo.

Finalmente destacaré dos simpáticos localismos, el aragonés DESUSTANCIADO y el manchego PAN SIN SAL, sinónimos para la persona aburrida, sosa y sin gracia, que pasa por la vida sin dejar tras de sí nada digno de recordar.

En fin, quedan en el tintero cientos, miles de expresiones populares repletas de dignidad y merecedoras de mejor suelte que el olvido y la extinción. Si recordáis alguna de especial significación para vosotros, usadla sin pudor y no dudéis en señalármela, ya que si reunimos suficientes propuestas podremos plantearnos una nueva entrega de ofensas populares.

viernes, 28 de mayo de 2010

Breve guía del improperio (II)

Vamos a centrarnos ahora en los epítetos floridos. En general son términos más modernos que los vistos en la anterior entrada, y se considera que implican un agravio mayor. A diferencia de los insultos clásicos, que suelen referirse a la cortedad de luces, éstos aluden al comportamiento y los hechos. La ignorancia lleva a mucha gente a emplearlos de forma inadecuada, ya que su sentido puede resultar ambiguo para los neófitos y además es posible emplearlos de forma admirativa, lo que añade más confusión al problema. Intentaré echar un poco de luz sobre este enmarañado asunto.

El improperio castellano de mayor peso es la expresión compuesta HIJO DE PUTA. Existen formas similares en otros idiomas, tanto en lenguas latinas (figlio da puttana) como de raíz bárbara (son of a bitch). Cervantes empleó el término en el diálogo de Sancho con el Caballero del Bosque, en el modo elogioso, referido a la hija del buen Panza, ¡Oh hideputa, puta, y qué rejo debe detener la bellaca!, y al vino con el que acompañan la cena, Oh hideputa, bellaco, y cómo es católico!, comentario que Sancho remata añadiendo no es deshonra llamar hijo de puta a nadie cuando cae debajo del entendimiento de alabarle.

Su sentido literal, vástago de meretriz, ha caído afortunadamente en desuso ya que ni nadie puede señalar como indigna a la mujer que ejerce el sexo profesional, ni hay hoy en día escándalo en que una madre busque el goce carnal fuera del vínculo marital, así que su empleo peyorativo se ciñe al modo de actuar del mentado. Decimos que alguien es un hijo de puta cuando sus acciones buscan el propio beneficio a costa del daño ajeno, ya sea de forma abierta o encubierta. Son hijos de puta los corruptos, especuladores, estafadores y prevaricadores, los falsos amigos, los compañeros traicioneros…

El término CABRÓN señalaba antiguamente el desdoro del honor masculino. Se decía cabrón al marido consentidor, que vivía de sus cuernos, tan mentado por Quevedo: Y si está el remedio en eso, a los cabronazos que hay agora en el mundo decildes que se anden diciendo malo y bueno a sus mujeres, a ver si les desmocharán las testas y si podrán restañar el flujo del hueso. Así pues  cabrón era cornudo, y su uso menoscababa la virilidad del ofendido, a quién se suponía manso y acomodaticio. Olvidado ya ese significado, cabrón se ha vuelto un sinónimo casi perfecto de hijo de puta, con el matiz añadido de que se aplica a personas cuyas acciones son tan torcidas que nos ponen furioso, es decir, nos encabronan.

El tercer insulto de origen sexual es el ubicuo MARICA, y su superlativo MARICÓN. Ya no suele usarse para aludir a las tendencias homosexuales, pero sigue siendo válido para describir a la gente cursi que nos mira como si tuviéramos problemas de olor corporal. Son lo que se la cogen con papel de fumar, pijos, redichos, preocupados por lo políticamente correcto. Luego llamaremos maricón al hombre (no se aplica a mujeres) que hace o dice mariconadas.

Mas complejo y sutil es el empleo de la palabra MAMON, porque su homóloga CHUPAPOLLAS resulta muy similar en apariencia, a otra forma compuesta, LAMETRASEROS. No obstante hay claras diferencias entre ellas, de nuevo debidas a la actitud del metafórico chupador.

Ante sus superiores en lo social o económico, el mamón (o chupapollas) y el lametraseros se hacen los encontradizos, doblan la cerviz y despliegan halagos, imitando los gestos de sus amos y atendiendo sus menores deseos. Pero mientras el lametraseros camina de forma servil y amedrentada ante sus semejantes, apaciguándolos con su falta de carácter, el mamón se crece, como si la grandeza de los poderosos se le pegara a fuerza de lengüetazos, y actúa cotidianamente de forma soberbia y fanfarrona. Donde uno recibe el desprecio del público, el otro gana su abierta hostilidad. Si pensáramos en símiles políticos, el mamón podría ser un hipotético ex jefe de gobierno con abdominales de chocolatina y una mueca por sonrisa, y el lametraseros se reflejaría en un ficticio presidente cuyos antepasados pudieron dedicarse a la manufactura de calzado.

El español, sumergido en valkores heteropatriarcales, ve mejor la actitud del mamón, por su relación (aunque sea oral) con los atributos masculinos, mientras que al servil puro se le adjudica la tarea humillante de mantener lustrosos los traseros. Esta valoración es errónea ya que ambas actitudes reflejan a personas acomplejadas y sin peso, sólo que unos disfrazan su vaciedad con grandes voces y los otros se esconden bajo un barniz de falsa bondad, lo que, a mis ojos, los hacen merecedores de similar rechazo.

El CAPULLO, al contrario que el mamón, no suele actuar de forma servil, pero comparte su actitud ufana e hinchada. Un capullo tiene de sí mismo una imagen desmedida y la muestra a todas horas, como si su ego fuera una condecoración. Podemos ver magníficos ejemplos en los círculos artísticos, ya que muchos autores esconden la inanidad de su obra construyéndose una fachada de excentricidad tras la que no hay más que aire caliente. No es raro que el capullo quede avergonzado para regocijo del público, pero en vez de aprender una lección de humildad se limita a remendar los restos del disfraz y continúa su camino como si nada hubiera pasado.

Muy parecido es el GILIPOLLAS, pero éste resulta menos ampuloso en sus maneras y el ridículo le llega por circunstancias ajenas o exceso de énfasis. El gilipollas actúa movido por su entusiasmo, incluso lleno de buenas intenciones, pero sus limitaciones, el azar, o la pura mala suerte le dejan en evidencia, paralizado, sin reaccionar, es decir, como un gilipollas. Para entender mejor su modo de empleo basta recordar cierta tonadilla de Javier Krahe:

Y entré con el salero
al comedor de Marieta
la bella, la traidora
ya estaba acabando el flan

Y yo allí con la sal
como un gilipollas, madre
Y yo allí con la sal
como un gilipollas


Hay quien considera malsonante el término y prefiere símiles como gilipichis o gilipuertas, pero ninguno alcanza la sonoridad rotunda de la elle entre dos vocales abiertas. Además el gilipollas suele ser en el fondo una persona entrañable, cual mascota gorda y torpona a quién es imposible querer mal, así que apenas se puede considerar que esta palabra sea realmente un insulto.

Para cerrar este apartado, quiero mencionar el uso admirativo de estos términos, algunos como superlativos (mamonazo, cabronazo). Muestran sorpresa y asombro a la vez que desagrado, como cuando alguien detestable logra salir con bien de una situación imposible, lo ha logrado el muy hijo de puta, o evidenciando nuestra envidia ante logros supuestamente inmerecidos, ¡Qué mamonazo! ¿como lo habrá conseguido?. Lo que viene a demostrar, por desgracia, que la mayoría de las buenas personas, en el fondo, lo son porque no se atreven a seguir sus instintos, y si tuvieran un ápice de valor se comportarían como verdaderos cabronazos.

domingo, 23 de mayo de 2010

Breve guía del improperio (I)

El castellano es un idioma visceral, muy dado al comentario seco y tajante. Quizás por eso nuestro vocabulario incluye una rica y florida colección de improperios cuyo uso va más allá de la agresión verbal. Empleamos improperios para ofender a un mentado, bien es cierto, pero también (feliz paradoja) para alabarle o describirle, para subrayar la importancia de una acción o simplemente como refuerzo sonoro a nuestra oratoria.

El improperio, como la mayor parte de nuestro legado lingüístico, vive tiempos difíciles. Se usa de forma incorrecta, en situaciones inadecuadas, y su rica diversidad se ve menoscabada, ya que tres o cuatro términos monopolizan toda su área de trabajo. Dado que los medios de comunicación no hacen sino exacerbar esas tendencias y la Real Academia no presta la debida atención a este tesoro cultural, creo llegado el momento de ofrecer al lector una adecuada guía de términos ofensivos y malsonantes, en la confianza de enriquecer nuestro habla cotidiana y preservar nuestra herencia.

Analizaré primero los epítetos clásicos, en principio los de menor carga dialéctica. Sólo referiré aquellos que aluden a la capacidad intelectual del afectado, ya que las ofensas relacionadas con el aspecto físico no merecen la menor atención: los que como yo nos asomamos con prudencia al espejo por las mañanas sabemos que la belleza es pasajera e intrascendente y su reparto resulta notoriamente injusto.

Empezaré por el que podría ser considerado como el insulto medio del castellano, TONTO (-A) y sus sinónimos tontaina, tontaco y tontorrón. Describe a la persona falta o escasa de entendimiento. El tonto es un ser limitado, que no ve más allá de la superficie de las cosas, lo que le hace susceptible de burla y engaño. Pese a la afirmación de que tonto es aquel que hace tonterías, lo cierto es que el tonto suele ser consciente de su condición, lo que le lleva a la prudencia: de ahí la abundancia de tontos muy listos.

Su diminutivo (tontito-a) tiene un matiz cariñoso, siendo muy usual su empleo en familia o dentro de una conversación de pareja. El aumentativo (tontísimo) no aporta gran cosa en cuanto a contenido pero tenemos una amplia familia de términos compuestos que magnifican la condición del tonto. Los hay para todos los gustos (tontolanona, tontolapolla…) pero los más característicos son

    – Tontolaba: tonto de categoría superior, incapaz de apercibir la realidad que le rodea.
    – Tontolculo: tonto muy, pero que muy muy tonto.
    – Tontoloscojones: tonto en grado superlativo, cuya tontería roza ya lo congénito.

Por debajo del tonto nos encontramos con un falso sinónimo, el IDIOTA. Este término designa una limitación que va más allá de la simple falta de raciocinio. La idiocia, de hecho, fue clasificada en otros tiempos como un problema mental, y en años realmente tristes se empleó como justificación de políticas eugenésicas. Debido a ello, es un término que, personalmente, prefiero no usar.

BOBO es un sinónimo casi perfecto de idiota, que suple su escasa musicalidad con la contundencia de la doble o. Además es un improperio realmente breve, siendo superado en cortedad sólo por su homónimo francés, Sot, un término admirable, empleado con gran elegancia por el Cyrano de Rostand


Voilà ce qu’à peu près, mon cher, vous m’auriez dit
Si vous aviez un peu de lettres et d’esprit
Mais d’esprit, ô le plus lamentable des êtres,
Vous n’en eûtes jamais un atome, et de lettres
Vous n’avez que les trois qui forment le mot : sot !


Más allá del idiota o bobo están los términos relacionados con las carencias intelectuales severas, encabezados por el desagradable epíteto subnormal. Dado que esta palabra se aplicaba antaño a personas con graves discapacidades es preferible evitar su uso y el de sus sinónimos (como el infamante mongol). En su lugar propongo un neologismo felizmente acuñado por los geniales Gallardo y Mediavilla en su inmortal obra Makoki en Niu Yos: INNORMAL.

Si volvemos al centro de nuestra escala y subimos un peldaño por encima del tonto nos daremos de bruces con el PARDILLO, personaje que podríamos describir como aquel que, no siendo demasiado tonto, se cree mucho más listo de lo que es, Hablamos pues de la víctima perfecta para charlatanes, sacacuartos y otras gentes de escasos escrúpulos. Esta incapacidad para percibir adecuadamente la propia limitación hace que el pardillo, siendo algo más inteligente que el tonto, sufra con mucho más rigor los problemas derivados de su condición.

Aún más grave es la situación del ESTÚPIDO, que podríamos describir como la persona que no es especialmente tonta pero cuyas acciones, elecciones y decisiones son estúpidas, es decir, contrarias al sentido común. Si pensamos en términos televisivos, el actor Benny Hill solía encarnar personajes tontos, mientras que el Mr. Bean de R. Atkinson encaja en el perfil del estupido.

La estulticia es independiente de las cualidades intelectuales del sujeto, ya que se puede ser una eminencia en varias especialidades del conocimiento sin dejar de ser un completo estúpido. La gravedad de esta condición radica en que causa daños de forma aleatoria e imprevisible: el dolo que sufre el pardillo beneficia al que le engaña, pero el del estúpido no genera beneficio alguno. Un estúpido puede generar un desastre que afecte a todos sus conocidos sin obtener ningún beneficio de ello, y en general perjudicándose a sí mismo por el camino. Y lo hará sin premeditación o malicia, con la mejor de las intenciones y sin aprender nada de sus errores, es decir, estúpidamente*.

En el extremo superior de nuestra escala está el IMBÉCIL. Podría parecer una persona de la misma categoría que el estúpido, pero va un poco más allá, porque el imbécil es aquel que actúa de forma estúpida pero no sufre daños propios o no es consciente de los mismos. Hablamos del bocazas que nos avergüenza públicamente, el impresentable que publica en internet las fotos que creíamos felizmente perdidas, el fantasmón que suelta el volante para que todos vean lo firme que es la dirección de su coche, el gracioso que apunta a todos sus amigos a la lista de correo de una web de zoofilia… Esta persona no se considera perjudicada por las consecuencias de sus actos y si encuentra alguna causa de diversión en ellos va creciéndose hasta convertirse en un genuino elefante en cacharrería o trata de perfeccionar su arte, degenerando en bufón o payaso.

A largo plazo, empero, el imbécil es menos lesivo que el estúpido, ya que la evidencia (para los demás) de su condición y el exacerbamiento de sus acciones le lleva a sufrir el ostracismo social o a acabar rodeado por sus semejantes, en tunas universitarias, peñas deportivas, clubs de fans y otros asociaciones de mal vivir, donde su imbecilidad no destaca demasiado dentro del promedio.

*Para los que deseen profundizar en este espinoso tema recomiendo encarecidamente la lectura de Las leyes fundamentales de la estupidez humana, de Carlo M. Cipolla.

lunes, 3 de mayo de 2010

Sobre fósiles, coños y fenicios

Si hay una letra que caracteriza a nuestro idioma, es sin duda la eñe. Una consonante única que da sonoridad a términos tan elegantes como cáñamo, ñandú, entraña, cañaveral o añoranza, siendo ésta una de las palabras más bellas de nuestra lengua, sólo inferior a esperanza porque una habla de pérdida donde otra dice ilusión. Pero no trataré sobre estos vocablos, sino sobre otro que, pese a su popularidad, ha sido ignorado por los literatos y maltratado por los académicos. Me refiero al humilde pero directo coño.

Leyendo un ensayo de Stephen J. Gould, conocí la existencia de los histerolitos. Estos fósiles son los moldes internos de unos braquiópodos con una curiosa marca en forma de vagina. Gould mencionaba que un autor francés trató de reemplazar el prefijo griego por el latín cunnus ( llamándoles coñolitos) pero la idea no cuajó. Yo debía estar muy espeso ese día porque tardé un tiempo en darme cuenta que coño debía ser una palabra muy antigua.

Rememorando mi escaso latín sólo fui capaz de recordar vulva, pero indagando un poco vi que cunnus era empleado por la gente de baja extracción social, mientras que vulva era preferido por las personas de calidad. A los que han sufrido a Cicerón no les sorprenderá mi felicidad al saber que una palabra tan maja tenía origen plebeyo.

¿Y de dónde sale cunnus? No hay un acuerdo al respecto, porque los filólogos son un tanto rancios y prefieren debatir sobre temas más sesudos, pero podría ser una forma abreviada de cuniculus, es decir, conejo. Este símil de los genitales femeninos no es exclusivo del castellano ya que, en un cuento de las Mil y Una Noches unas muchachas y un palafranero usan el término conejo sin orejas. La comparación, dicho sea de paso, parece deberse por un lado al mechón de vello que adorna el monte de Venus, y por el otro a que el glande del clítoris, al excitarse, asoma como haría un conejo por la puerta de su madriguera.

Si cunnus deriva de cuniculus, su origen sería entonces peninsular, porque los romanos sacaron su vocablo del ibero kyniclos (fue en Hispania donde los latinos toparon con el orejoncete). Eso convertiría a coño en la más española de las palabras.

Una pequeña disgresión: se dice que los romanos llamaron a la península Hispania por sus muchos conejos, pero ese nombre no viene de kyniclos o cuniculus, ni del griego orycto así que ¿de donde procede?

Según los lingüistas, viene de los fenicios, pero éstos no tenían nombre para el conejo, pues no los había en Tiro. En cambio conocían unos animales que resultan bastante parecidos, llamados damanes (se les menciona en la Biblia como carne prohibida). En fenicio, damán es spn (las lenguas semíticas no usaban vocales, sólo escritura consonante) y su sonido vendría a ser sphan. El plural es spnm y se pronunciaría sphanim. Tierra de damanes sería I-spnm, y sonaría Isphanim. Luego quizás nuestro país deba su nombre a una confusión zoológica.

Es una lástima: si los romanos hubieran llamado a nuestro país cunicunnia puede que nuestro gentilicio fuera coñogurritanos y nuestros antepasados no se habrían tomado la vida tan en serio.

De cualquier forma, coño es un término repleto de historia, con parientes tan nobles como el gallego cona y el francés cun. Hay quien prefiere usar eufemismos, como una autora de novela romántica cuya protagonista se estremecía mientras su amante bebía del cáliz de su amor. Ya conocéis mis opiniones al respecto ¿Tan difícil era decir que la gustaba que la comieran el coño?

Hay sinónimos como chocho, chichi, quiqui, chumino, almeja o su derivado platense, concha, todos muy válidos, pero no acaban de complacerme. Muchos se apoyan en la che, que carece del sabor y la españolidad de la eñe. Además chocho y sus derivados comparten la limitación de conejo, ya que usan una parte, el clítoris, para designar el todo (para los ignaros, un chocho es una pepita de altramuz). En cuanto a almeja o concha, me temo se relacionan con la falacia del olor. Y digo falacia porque una vagina cuidada desprende una fragancia almizclada, intensa pero agradable, que en nada recuerda a un alimento en mal estado. Por todos esos motivos yo me quedo con coño.

Y aquí viene mi protesta. Coño tiene muchos empleos loables. Se usa en exclamaciones de sorpresa agradecida,  ¡Coño…!, como sugerencia de misterio,  ¿Qué coño hay ahí? , o como sinónimo de broma o chanza (el que hace coñas es un coñón). Pero ¿cómo pueden convivir estos usos con una definición repleta de vileza? Porque si aplicamos el diminutivo tenemos coñito, una palabra preciosa, que retrata un coño pícaro, coquetuelo, bien arreglado, promesa de alegrías presentes y futuras… pero el superlativo es coñazo, y el diccionario nos tira un cubo de agua helada: cosa latosa e insoportable.

¿O sea, que si algo es fantástico es la polla o cojonudo, pero si molesta es un coñazo? Señores de la RAE, esta definición es un baldón sobre nuestra lengua, una infamia que nos recuerda un pasado de machismo y opresión, y merece ser erradicada. No me vengan con excusas protocolarias, porque si en nombre de la corrección política se han perpetrado desgracias tan lamentables como presidenta o lideresa mucho más urgente es desterrar la misoginia del lenguaje coloquial. Usemos muermo, tostón o peñazo, pero dejemos en paz al coño.

Todos nacimos mediante un coño y le debemos respeto, agradecimiento y cientos de horas de sana diversión. Por lo que a mí respecta, no pienso avergonzarme ni usar sinónimo alguno, porque es palabra breve, concisa y musical, y no conozco modo más noble de llevar una eñe a la punta de mi lengua.

jueves, 22 de abril de 2010

En defensa del verbo follar (y II)

Empezaremos por repasar los términos usados por la gente que considera que mencionar el sexo de forma explícita resulta grosero y fuera de lugar. Hablamos, pues, de eufemismos.

Hacer el amor. Ningún problema con esta expresión. Pero implica que las personas que participan en los hechos se aman luego sólo es aplicable a este caso concreto.

Yacer. Por suerte esta mamarrachada está en desuso, porque unir ese verbo con el sexo me hace pensar, invariablemente, en la necrofilia. En cualquier caso yacer conlleva una pasividad que a mi modo de ver no puede aportar demasiadas alegrías mientras que follar presupone desparpajo, roce y retoce.

Copular - coitar: estos verbos no son eufemísticos, ya que describen la acción con exactitud, pero resultan fríos y carentes de sabor. Pueden servir para un polvo rutinario y mecánico, pero en las felices ocasiones en que hundimos las baldas de la cama mientras nos revolcamos como bonobos febriles y los vecinos amenazan con llamar a la policía, ambos se quedan muy cortos.

Mantener relaciones sexuales. Lo dicho sobre copular vale también aquí. Además sumamos veintiséis letras frente a las seis del humilde follar, y ni un ápice más de contenido. Sí, cubre un espectro más amplio de opciones (desde el metisaca estándar a la obsesión fetichista por los tractores) pero es terminología legal, aséptica y poco estimulante.

Hay otro tipo de eufemismos más adecuados, que buscan la complicidad del oyente a través del humor. Son expresiones como enterrar el hueso, soltar el hurón, meterla en adobo… que al ser visuales no requieren explicación, y las metáforas basadas en el verbo echar: un casquete, un quiqui, un clavo, un metisaca, un palito… Reconozco que son muy coloridas, pero sólo describen la penetración y el follar es algo más que eso. Con una excepción, echar un polvo, que además es la única que admite el superlativo: una follada de nivel olímpico puede ser coronada con la expresión ¡la virgen, qué polvazo!. No obstante al ser una forma compuesta su uso fuera del tiempo infinitivo resulta poco práctico.

Finalmente tenemos los sinónimos, todos ellos de origen latino, donde por fin pisamos terreno firme.

Fornicar: derivado de fornices, el quicio de las puertas donde las meretrices aguardaban al cliente, es un término sólido y respetable. Por desgracia está limitado a las relaciones ajenas al vínculo matrimonial, luego no es lo bastante amplio: después de casados podemos follar, pero no fornicar

Joder: otro vocablo bien enraizado, de futuere, origen además de fuck, fottere y foutre. Claro y conciso, podría ser el sinónimo perfecto, de no ser porque implica agresividad, antes que alegría. Lógico por otra parte, ya que futuere parte de la raíz indoeuropea faut (bhaut), fuerza.

Refocilar: querido público, me quito el sombrero ante esta perla del castellano, herencia del catalán medieval e inmortalizada en el Quijote. Nace de fovere, calentar u hornear, y su uso es festivo, en el sentido de deleitar o agradar, siendo así que refocilarse es deleitarse doblemente. ¿Podríamos pedir más? Pero el tiempo ha ido enterrándola y lleva más de un siglo en desuso fuera de algunos ambientes rurales.

En resumen, aunque hay sinónimos que resultan igual de coloridos, follar es un término insustituible. Ninguna otra palabra castellana abarca tanto de forma tan franca y hermosa. ¿Porqué avergonzarnos de un verbo que en esencia significa gozar? Hay que usarlo en abundancia y sin pudor, y practicarlo a menudo, de modo que la gente, al vernos caminar relajados y satisfechos, pueda decir sin dudarlo ahí va una persona bien follada

No obstante, aunque opino que deben condenarse al ostracismo los eufemismos vergonzantes, el resto de la terminología que hemos repasado está repleta de dignidad y puede usarse con toda libertad para mantener viva la riqueza de nuestro vocabulario.

Ya lo dijo el escritor Andreu Martin, yo, cuando hago el amor, echo un clavo, un polvo, un casquete, un palito, follo, chingo, y a veces ¡hasta jodo!

miércoles, 21 de abril de 2010

En defensa del verbo follar (I)



El castellano, tras siglos de fertilidad, vive hoy bajo la ominosa amenaza de la cursilería. La dictadura de las buenas intenciones castra la riqueza de nuestro idioma y abotarga nuestros oídos con tecnicismos, perífrasis y eufemismos, cada vez más rebuscados. Desde aquí quiero lanzar mi guante en defensa del hablar seco y exacto, que no entiende de sensibilidades afectadas y refleja con franqueza lo que realmente queremos decir. Llamemos a las cosas por su nombre o nos asfixiaremos bajo un manto de palabrería vacía, innecesaria y edulcorada. Habrá quien se ofenda al oírnos, eso lo doy por supuesto, pero los melindrosos seguirán encontrando reparos hagamos lo que hagamos. Por el bien de las futuras generaciones, seamos firmes y mantengamos vivo el tesoro que nos legaron nuestros ancestros.

Hoy plantaré mis reales y romperé una lanza por uno de los términos más castizos, útiles y sonoros de nuestra lengua, injustamente discriminado por literatos y columnistas pese a ser, probablemente, la palabra que más a menudo pasa por la mente del español medio a lo largo de la jornada. Me refiero, evidentemente, al maravilloso verbo follar.

No existe un término que describa con más exactitud su contenido: si tu interlocutor te propone follar, la claridad de sus intenciones es cristalina. Además es un verbo breve, sonoro y contundente, al que el fonema elle añade una cualidad musical muy agradable al oído.

Junto a varios usos ya abandonados, la RAE nos ofrece la siguiente definición de follar: practicar el coíto. Una explicación innecesaria, debo decir, porque nadie que escucha la palabra follar necesita preguntarse por su significado. Podríamos decir que este vocablo se define a sí mismo. ¿Cuantas palabras de uso cotidiano pueden presumir de lo mismo? Escasas, señores, contadas con los dedos.

Por si fuera poco lo dicho, éste es un término añejo como pocos, pues nace de nuestro padre, el latín. Follar viene de follis, fuelle, que dio origen al verbo follicare, jadear, debido a la similitud del sonido del fuelle con el de una respiración jadeante. El vulgo, siempre creativo, amplió su uso para abarcar las actividades jadeantes, y lo centró en la que, sin duda, es la más agradable de todas ellas, convirtiéndose en sinónimo de disfrutar y jugar. Hay que añadir que follicare dio origen a otro verbo clásico, folgar, que a su vez nos dio nuestro holgar, es decir, disfrutar del descanso. ¿Cabe, acaso genealogía más ilustre? Durante más de veinticinco siglos, follar ha cobijado con sólo dos sílabas el placer, el sudor y la alegría, y su primo hermano nos ha recordado la necesidad del reposo tras la agitación lúdica.

Claro que podría aducirse que nuestro diccionario rebosa de sinónimos para el verbo follar, lo que hace innecesario su uso, pero ¿acaso hay alguno que, como el original, rebose de contenido, resulte igual de conciso y pueda presumir de unas raíces tan firmes? En la próxima entrada repasaremos los principales candidatos, a ver si de verdad hay alguno digno de medirse con nuestro campeón.