Verano del 81. Se casaban los príncipes de Gales y el Hekla entró en erupción. Mis padres me dijeron que le recogeríamos en Madrid: lo traían mis padrinos de Lisboa, porque ahí costaba casi la mitad. Vivían en el mismo edificio que nosotros. Bajé, la puerta estaba entornada, entré y me oyó, acudiendo al trote a ver quién llegaba.
Había visto otros cachorros de pastor y me esperaba un bultito torponcete de orejas gachas. Pero por el pasillo venía uno especie de minizorrito, con orejotas gigantes y erguidas, patorras gordotas, mirada despierta y moviendo el rabo tan rápido que costaba verlo. Me cubrió la cara de lengüetazos. Tenía una curiosa manchita en la lengua, negra, del tamaño de una lenteja. Rocko. Mi hermanito peludo.
De vuelta al pueblo fue el caos, mis hermanas estaban alucinadas con el cachorrote y él alucinaba con todo lo que veía. Mi madre decidió que como mis otros hermanos estaban de campamento, Rocko dormiría en mi cuarto, en un cesto. A los cinco minutos lo volcó y se vino bajo mi cama. Yo tenía el pantalón doblado en el suelo: se tumbó sobre él y se hizo un ovillo, mordisqueando la hebilla del cinturón hasta dormirse. Creo que le tranquilizó notar mi olor a su alrededor.
Somos cinco hermanos, pero Rocko era cosa mía y de mi madre. En otoño, ya en Madrid, le di sus primeros paseos. Debió dar conmigo las nueve décimas partes de todas sus caminatas.
Al cumplir el año el cachorro era un alsaciano de casi 30 kg de peso. Plenamente desarrollado rozó los 50, era muy compacto. Empecé a hacer amistades en el parque, como mi vecina Helena, con la que apenas había hablado hasta entonces, y que fue mi primera amiga de verdad. Allí conocí años después a M y a PW, también paseando chuchetes. Sí, el de la foto soy yo. Y sí, tenía una capa (y un dudoso gusto en el vestir)
Verle correr y jugar era un gozo. A la vuelta del parque, al llegar al portal, cogia un curioso trote elástico, que yo
llamaba el paso del perro feliz y despreocupado. Sólo se metió a pelear voluntariamente una vez: había otro pastor igual de grande, Lennon, y se llevaban bien, pero un día se les cruzaron los cables. Ambos dueños les llevábamos sujetos por la correa. Ambos rodamos por el suelo segundos después, mirando asustados como nuestros perros se enzarzaban. Nos costó miedo, dios y ayuda separarlos.
En el pueblo era el amo. Se debió follar a todas las perras de la zona: con lo cachas que estaba no había ningún macho que le hiciera sombra. Volvía de sus expediciones amorosas cubierto de basura porque solía ir de ligoteo al vertedero, y tocaba limpiarlo a manguerazos.
Echaba la siesta conmigo, sobre mi cama. Recuerdo el corpachón a mi lado, su respiración tranquila, su mirada cuando notaba que me despertaba, como diciendo ¿vamos? Y su carita de porquéseñorporqué cuando le bañaba, las orejas gachas y el rabo caido hasta que le secaba bien y salíamos a la calle. Y de noche, sus ronquidos, en la puerta del dormitorio de mis padres, casi acompasados con los de mi padre, por cierto.
Mi abuela enseguida se llevó bien con él: se sentía a gusto con ese animalote peludo y cariñoso, que se echaba a sus pies y le daba calorcito en el invierno. Sólo hubo un pequeño incidente al comienzo. Cuando llamaban a la puerta, Rocko ladraba muy fuerte y muchos se asustaban al oírle y verle. Entonces le enseñé a coger un cojin al ir a la puerta, y sus guoufs amortiguados, más la estampa del perrazo ofreciendo un almohadón, tranquilizaba a la gente. La yaya no sabía que el cojín en el que se había apoyado esa tarde era el favorito de Rocko y cuando llamaron al timbre, la pobre se llevó un susto cuando el cojín voló de su espalda. Pronto llegaron a un buen entendimiento, y cuando alguien llamaba el perro esperaba a que ella se echara para adelante antes de dar el tirón, y luego se lo devolvía meneando el rabo.
La niña de la foto es mi sobrina C. Con año y medio la encontré en el salón, untada de manos de chocolate, de pies a cabeza. Dije ¿qué ha pasado, C?. Ella, apurada, señaló al perro, que dormía feliz en el sofá, y dijo ¡el guau!. La miré muy serio y pregunté ¿el guau? y ella, avergonzada, bajo los ojos y murmuró ...la nena...
Al cumplir 9 años descubrimos que tenía un problema en las caderas. A los 10 empezó a costarle saltar, y meses después las escaleras eran toda una prueba. El verano siguiente no se fue al pueblo con mis padres: quedó conmigo en Madrid. Una tarde, tras la siesta, ya no pudo incorporarse: le dolía demasiado. Le bajé en brazos a la calle, allí se animó un poco, pero a la vuelta no pudo con los peldaños y le cogí de nuevo. Esa noche le metí en mi cama, el pobre temblaba como una hoja hasta que se calmó en mis brazos. Al día siguiente le llevé al veterinario.
La doctora me dijo que podía esperar fuera. Me quedé con él. Era mi perro, confiaba en mí, no quería dejarle solo en ese momento. Le abracé mientras le ponía la inyección. Sentí como se relajaba y su respiración se hacía más lenta. Se durmió. Luego noté como su corazón se detenía. Tenía 11 años. Yo tenía 26. Lloré toda la tarde. Ahora mismo, al escribir estas líneas, estoy llorando.
A veces sueño con Rocko. Me gusta. Sé que sólo es un sueño, pero es genial tenerlo conmigo por unos instantes. Y él siempre está contento de verme.