Con esta entrada abro una colaboración con el podcast Antena Historia. Espero que disfrutéis, no sólo de mi intervención, bien breve, sino, sobre todo, del excelente trabajo que hace Antonio y, en esta ocasión, de un tema apasionante: el desastre de la Selva de Teutoburgo y las campañas de Germánico más allá del Rin.
_ Quintilio Varo ¡DEVUÉLVEME MIS ÁGUILAS!
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Hay personajes, en los rincones de la historia, que parecen sacados de un folletín, y el protagonista de esta historia es uno de ellos. Basil Zaharoff era un falso ruso que se dedicaba a la venta de armas en la turbulenta europa decimonónica. Su vida, hasta la década de 1870, fue la de un pícaro de poca monta, estafando a turistas, trabajando de proxeneta y falsificando dinero y antigüedades a pequeña escala por las calles de Estambul. Su historia no habría pasado de las crónicas de sucesos de no ser por que, en 1877, un giro inesperado del destino le convirtió en representante de una empresa sueca de armamento, la
Nordenfelt.
Todas las naciones, desde los grandes imperios hasta los países más diminutos, se estaban equipando con los nuevos armamentos, hijos de la revolución industrial. Las potencias navales, en concreto, estaban muy interesadas en el concepto del buque submarino y el señor Nordenfelt, en colaboración con un sacerdote inglés, el reverendo Garrett, había desarrollado y anunciado a bombo y platillo un proyecto de sumergible a vapor. El público se entusiasmó en su momento con la idea, estaba muy reciente la publicación de 20000 leguas de viaje submarino, pero los representantes de las grandes armadas de la época, tras asistir a una demostración del invento, consideraron que aquello sólo podía considerarse como un sumergible por el hecho de que, probablemente, llegaría a hundirse, pero lo de volver a la superficie ya era harina de otro costal.
Y aquí entra en escena nuestro personaje. Como buen estafador, Zaharoff era ante todo un gran vendedor, y logró convencer a la recién nacida marina griega de que disponer de un submarino les convertiría en los amos del Egeo. Tras colarles la moto a los griegos repitió la jugada con los turcos, sólo que a estos logró metérsela por partida doble y les vendío dos. Dicho sea de paso, hay quien opina que uno de esos buques, el Abdul Hamid, merece el honor de ser la primera nave que disparó un torpedo en inmersión, pero dado que al hacerlo la nave se fue de popa al fondo creo que esta efemérides, como mínimo, necesita ser revisada.
Poco después nuestro personaje logró convencer al ingeniero Maxim para que se asociase con Nordenfeld para comercializar su célebre ametralladora ¿Y cómo le convenció? Saboteando todas las demostraciones que intentó hacer el estadounidense en Italia y Austria, con métodos tan novelescos como llevarse a la comisión evaluadora de garitos y burdeles la noche antes de la evaluación, reemplazando la pólvora de los cartuchos por azucar tostado y haciendo correr inquietantes rumores entre los militares y los miembros de la prensa sobre la inestabilidad del arma y la imposibilidad de producirla en serie. Al final, Maxim se rindió y Zaharoff empezó a vender su ametralladora por toda europa, embolsándose sabrosas comisiones.
El siguiente destino de Zaharoff fue España, a donde viajó por cuenta de la empresa británica
Vickers, que intentaba hacerse con el monopolio de la construcción naval. Los ingleses habían repartido ya abundantes cheques entre las élites políticas de Madrid, y uno de sus comisionistas, José María Beranguer, recién nombrado ministro de marina, puso en manos del ruso los planos de un sumergible firmados por un desconocido marino español, un tal Isaac Peral.
Podemos imaginar que cuando Zaharoff vio aquellos diseños se le podrían los ojos en blanco. Él sabía reconocer las oportunidades, y lo que tenía ante sus ojos no era una lata sumergible para estafar a incautos: Peral había logrado resolver todos los problemas que implicaban la navegación bajo el agua e incluso había ido más allá: el prototipo, por si mismo, era una nave letal, un verdadero torpedero submarino, capaz de navegar, orientarse y disparar en inmersión con total seguridad. Su sola existencia tiraba por tierra las premisas sobre las que se basaba la guerra naval, y las posibilidades económicas de semejante invento eran astronómicas (a su lado las comisiones de la maxim serían como una propinilla de cafetería)
Zaharoff trató de comprar al inventor, pero para su sorpresa se encontró con un muro infranqueable de honradez: Peral no soñaba con hacerse rico, sólo intentaba salvar a España de un desastre, pues conocía demasiado bien el lamentable estado en el que se encontraba nuestra marina, gracias a la corrupción, la desidia y la estupidez de los políticos y los marinos de despacho. Frustrado, Basil informó a la
Vickers de que sería imposible hacerse con el proyecto por las buenas, y procedió a intentarlo por las malas. En la mejor tradición del folletín, sedujo a una bella aristócrata, doña María Pilar de Muguiro, consiguiendo así acceso a los salones más influyentes de la podrida España de la restauración, y empezó a repartir sobornos a diestro y siniestro.
Peral hizo frente con buen ánimo a los inexplicables incidentes que tuvieron lugar durante las demostraciones de su nave, como la
accidental sustitución del ácido de las baterías eléctricas por agua coloreada de tinta. Él y sus tripulantes extremaron la vigilancia y lograron salir con buen pie de todas las pruebas exigidas por el ministerio de marina, pero, por desgracia, no podían hacer nada contra el sabotaje más allá del puerto. Pronto empezaron a pedírsele pruebas imposibles, y cuando las satisfizo todas, se encontró con que los informes técnicos eran tergiversados, presentando su invento como un despropósito. La prensa, vaya usted a saber por qué, también empezó una campaña de desprestigio, y llegado un momento incluso se acusó al propio Peral de ser un simple estafador.
El proyecto de Peral, como todos sabemos, nunca prosperó, y una vez más España perdió una oportunidad de oro. Empero, se negó en redondo a vender el proyecto a Zaharoff. Entretanto, éste fundó varias filiales de la
Vickers en España, como la
Sociedad Española de Construcciones Navales, vendiendo al gobierno, a precio de oro, armas y barcos prácticamente inservibles mientras traficaba con todos los secretos militares que la corte de Maria Cristina puso a su alcance.
Zaharoff, años después, se casó con su amante, doña Pilar, y siguió extendiendo sus tentáculos por España durante tres décadas. Si esto fuera un relato de Conan Doyle, Basil sería un agente del malvado Moriarty, y Holmes y Watson habrían truncado su carrera mandándole a prisión. Por desgracia esta historia no es una novela, y las consecuencias para nuestra nación, en general, y la armada española, en particular, fueron funestas. Los cruceros acorazados
Oquendo,
Vizcaya y
Mª Teresa, construidos por la SECN, fueron hundidos en la batalla de Santiago de Cuba sin lograr hacer un sólo blanco digno en los buques estadounidenses que los despedazaron a placer. Por el precio de uno solo de esos pecios flotantes se podrían haber construido cincuenta naves como el Peral. Con muchas menos de cincuenta, el final del siglo XIX no habría sido la tragedia que fue, y miles de familias españolas se habrían ahorrado lágrimas y sangre.
En palabras del almirante Sampson, vencedor de Santiago,
si los españoles hubieran tenido en la isla cuatro o cinco submarinos como el que inventó el señor Peral, yo no me habría atrevido a bloquear Cuba ni siquiera por 24 horas.
Si queréis conocer los detalles de esta truculenta y triste historia, os recomiendo que leáis
Isaac Peral: Historia de una frustración, de Agustín Ramón Rodríguez González.,
El submarino Peral. La gran conjura, de Javier San Mateo o
El Mercader de la Muerte, de Donald McCormick. Igualmente podéis ver mi recreación del submarino Peral (basada en los planos, ilustraciones y otros documentos publicados por Juan C. Sanchez en 2013, y las fotografías publicadas por el Museo Naval de Cartagena durante la restauración de la nave) en http://www.muyhistoria.es/contemporanea/video/recreacion-del-submarino-de-isaac-peral