Profesor, ra
m. y f Persona que ejerce o enseña una ciencia o arte
He tenido profesores nefastos, como el Hermano J., que se limitaba a enchufarnos de memoria la lección y castigar al que hablara.
No sólo en el colegio. También en la universidad. El hombre que nos daba cálculo en la ETSIA*, llegó una tarde tan borracho que se durmió delante nuestro. Esa cátedra, en general, era un martirio. Él, en particular, más.
Lo que esa gente entendía por enseñanza era a la enseñanza lo mismo que cebar una oca a la gastronomía.
Eran pocos, por suerte.
La mayoría de los profesores que conocí fueron docentes buenos. Daban bien su asignatura y, al final del curso, sabíamos un poco más. Foronda era un caos de persona, pero me gustaban sus clases y cuando viajé por Francia descubrí que, después de todo, sabía francés.
También tuve muy buenos profesores. Y hubo más que nefastos. Un muy buen profesor te enseña lo que de verdad sabe, te prepara y no da nada por supuesto. No quieren que apruebes, sino que aprendas.
Como la la cátedra de construcción, ya en la EUITA**. Incluso en mitad de un examen, podían plantarse a tu lado para consultas y dudas, porque no les interesaba la nota, sino tu comprensión.
Y recuerdo con especial cariño a Elena, la única profesora que tuvimos en bachillerato. Le hicimos pasar las de Caín (éramos un rebaño de hormonas mal digeridas) pero logró meternos en el coco una buena visión de la Historia. La paciencia de esa mujer merecía mejores alumnos.
Maestro, tra.
m. y f. Persona que enseña una ciencia, arte u oficio, o tiene título para hacerlo.
adj. Dicho de una persona o de una obra: De mérito relevante entre las de su clase.
Tuve unos pocos maestros. Un maestro va más allá de enseñarte: te estimula, abre tus ojos.
Chacho nos enseñó que la lengua era mucho más que un montón de sonidos y normas: era nada menos que una herramienta, y una muy útil. Y luego nos enseñó a leer de verdad.
Él me convirtió en un devorador de libros. Me descubrió lo que había más allá de las cubiertas, lo que quedaba entre líneas, lo que salía más allá del texto. Me mostró la forma y el fondo, la belleza y la fuerza. Me metió la lectura bajo la piel, donde echó raíces firmes.
Y me enseñó a disentir. Una vez, casi llegamos a las manos por Platero. Porque era un Juanramonista fanático, y yo le dije (y lo sostengo) que platero no es un burro sino un puto peluche, una fantasía aterciopelada y cursi. Defendí que el único burro real de nuestra literatura es el sufrido y paciente rucio de Sancho, el único del cuarteto que (casi siempre) logra salvarse de los palos. Y como burro, símbolo vivo de todo lo que es sólido y real.
A eso siguieron palabras, y más que palabras, y no pasó a más porque un compañero me sujetó y Chacho esquivó la hostia. Nos tomábamos la lieratura muy en serio.
Pablo era nuestro profesor de dibujo en bachillerato, y sacó a la luz al ilustrador. Yo ya dibujaba antes de conocerle, pero él me llevó más allá del papel: me enseñó a pensar. A cerrar los ojos y dejar que una música me sugiriera imágenes, a buscar simetrías y asimetrías en lo que veía por las calles. A tomar una idea, por absurda que resultara, y darle forma. A mirar más allá de un cuadro y buscar detrás. A jugar con los colores y la luz.
Y a como no vestirme. Lo siento mucho, Pablo, pero en eso siempre me pareciste un hortera. Esas combinaciones de pastel y tonos ácidos... uf
Luis Ortega era un maestro de física y del trato humano. Nunca sentí que nos mirara como rostros de paso, le importábamos y se notaba.
El Sopas (el señor Ibáñez, filosofía) y el Bacterio (Alberto, biología) resultaban paradójicos, porque aunque daban su materia más o menos bien (mejor el Sopas que el Barbas) lo que me enseñaron fue a ... a ser yo. Nunca nos trataron como críos sino como a personas, y esperaban de nosotros que fuéramos personas.
Una mañana, cuando Alberto entró en clase y nos dijo, buenos días, R. le respondió ¿y por qué coño son buenos? Y se nos quedó mirando. Dijo que incluso como vacilones, le gustábamos, porque le vacilábamos cara a cara, sin bajar la mirada, mientras que en otras clases sólo murmuraban cuando les daba la espalda.
Cuando el Sopas se jubiló, fuimos a visitarle a su casa. Estaba feliz de vernos, hablamos durante horas, y salimos a la calle sintiendo que para ese hombre menudo y arrugado, éramos de verdad alguien.
Y, ya en la universidad, don Ángel Grau***, el catedrático de zootecnia, me enseñó a apasionarme. Era contagioso, rebosaba energía y nos la transmitía. Y su mente estaba tan acelerada como la mía, si no es que lo estaba más.
Con él aprendí a pensar lateralmente, a anticiparme a un resultado, previéndolo sin esperar a los cálculos finales. A saltar etapas. A mirar más allá de los datos, a enlazar y construir. Y sospecho que ni siquiera era consciente de que me enseñaba algo así, simplemente era su modo de hacer las cosas.
Me pegó a la piel el fervor y la exigencia. Porque era lo que nos transmitía, en cada palabra.
Finalmente, he tenido maestros que no eran profesores. Personas que me han hecho mejor, no con lecciones magistrales, sino con confianza. La confianza que les permite echar luz sobre mis errores, mis defectos y mis lastres, no para corregirlos, sino para que yo los corrija. Personas que me han abierto nuevos caminos, de nuevo sin pretenderlo, sino gracias a su propio entusiasmo.
Un profesor te enseña conocimientos. Un maestro te enseña a desear ese conocimiento. Un maestro abre tu sed. Una sed que no se sacia nunca, porque cada trago te hace ansiar el siguiente. Y cada trago te hace crecer.
Es injusto, el maestro te da, y apenas puedes devolverle. Sólo puedes, con suerte, abrir los ojos, reconocer quién es y decirle una palabra. Sólo una.
Gracias.
*Escuela Técnica Superior de Ingenieros Agrónomos
**Escuela Universitaria de Ingenieros Técnicos Agrícolas
*** Era el Nervios, pero para mí siempre será Don Ángel. Es el único a quien doy ese trato.