Mujer iroqués

miércoles, 31 de mayo de 2017

EL ÚLTIMO ROMANO


Como es sabido (y si no lo es, os lo digo yo ahora) los vándalos, tras permanecer un breve tiempo en el sur de nuestra península, se establecieron en el norte de áfrica, formando un reino con capital en Cartago. Sin embargo este reino no iba a perdurar más allá de un siglo, debido a la llegada de un personaje fascinante al que, en justicia, podemos llamar el último romano

Flavio Belisario nacio en Tracia, probablemente en alguna de las guarniciones del limes balcánico, cuando el Imperio de Oriente seguía sintiéndose romano. Justiniano, subido al trono en el año 527, sería el último emperador que hablaría en latín. Y es por ese sentimiento de romanidad que conocemos la figura de Belisario, ya que nunca habría pasado de ser una nota a pie de página de no ser por el ambicioso, y suicida a la postre, plan de Justiniano de reconstituir el Imperio de Occidente bajo el gobierno de Bizancio: la renovatio imperii romanorum

Belisario llamó pronto la atención de su emperador, porque sus ideas distaban mucho del culto a la tradición. Los generales romanos seguían bebiendo de la obra de Vegecio, rei militaris, que ya estaba anticuada cuando fue escrita dos siglos atrás. Belisario sabía que la era de las legiones había quedado atrás y organizó, pagándolo con su propio bolsillo, un regimiento de caballería pesada, formado por catafractos, adiestrados no sólo para la carga y el choque, sino también para el hostigamiento con arco compuesto, combinando así en uno los dos tipos de caballería que habían dado tantas victorias sobre Roma a los partos, primero, y a los sasánidas después.

Sería contra los sasánidas como se estrenaría Belisario en el mando, en el conflicto conocido como guerra ibérica, ya que estaba en juego el reino georgiano de Iberia, situado al suroeste del cáucaso. Allí las tropas de Belisario, estructuradas en torno a sus jinetes, sus fieles Bucelarii, se curtieron en numerosos combates hasta culminar la campaña con la contundente victoria de Dara, si bien luego sería vencido en Callinicum, la primera y única derrota de su vida. Sobre el campo de batalla, al menos.

A la guerra en Oriente seguiría una guerra civil, al estallar el surrealista motín de Nika, originado por las luchas de los seguidores de las carreras del hipódromo que, como modernos hooligans, se lanzaron a devastar la capital del imperio y alzaron al trono a un nuevo emperador, Hipatio, sobrino de Anastasio, el predecesor de Justiniano. Éste, por su parte, dio muestras de débil carácter ya que, aterrado, estuvo a punto de huir de la ciudad y sólo la firmeza de su esposa, la exprostituta Teodora, y la seguridad que le ofrecieron Belisario y Narsés, su canciller eunuco, le llevaron a mantenerse en el trono. Al frente de la Guardia, Belisario masacró a los amotinados, bañando las calles en sangre y capturando a Hipatio que, obviamente, fue ejecutado sin miramientos.

Llegó por fin el momento ansiado por Justiniano, que sólo esperaba una excusa para lanzarse sobre Occidente, y esta sería la lucha intestina por el trono de Cartago y la persecución contra los cristianos de Nicea por parte de los arrianos. Así, en 533, Belisario partió hacia Túnez, desembarcando en la actual Chebba, a unos 240 km de la capital vándala. El 13 de septiembre se enfrentó al rey Gellimar en AdDecimun, venciendo en muy difíciles condiciones gracias a su gran sangre fría. Después entró en Cartago sin oposición y se pertrechó mientras los vandalos se reagrupaban y recibian refuerzos desde Cerdeña. En vano, porque de nuevo serían derrotados en Tricamarum, en diciembre del mismo año, y tras algunos combates menores el reino se sometió.

Belisario, que no dudó en incorporar varios regimientos de vándalos a sus tropas personales, fue honrado con un impresionante triunfo al estilo imperial, el primero que se celebraba en Constantinopla. Fue una recompensa envenenada ya que las aclamaciones no ocultaban los celos de Justiniano, que había hecho volver a toda prisa al general desde África, imaginando que podía aprovechar su posición allí para conspirar contra el trono.

Y mientras las calles de Bizanzio aclamaban al héroe, los recaudadores y gobernadores imperiales ya estaban cayendo sobre la nueva provincia, desangrándola con todo tipo de nuevos tributos y arbitrariedades, ya que Justiniano necesitaba más y más dinero para sus ambiciosos planes.

En el 535, el emperador mandó a su general de nuevo hacia Occidente, esta vez a Sicilia, que cayó de inmediato. Lo lógico hubiera sido usar la isla como trampolín para saltar a la península pero Justiniano no quería que Belisario siguiera encadenando triunfos y esperaba que sus ejércitos llegaran a la península itálica por el este, siguiendo la costa dálmata. Sólo después de que los godos frenaran el avance romano en Salona recibió Belisario órden de cruzar a la Bota y allí, de inmediato, capturó Regium y Nápoles, asegurando la Campania y entrando victorioso en Roma en diciembre de 536. Los ostrogodos intentaron retomar la capital imperial pero tras un asedio infructuoso, la llegada de nuevos contingentes desde oriente a las ordenes de Narsés y una serie de fracasos repetidos, como el fallido asalto a Arminium, se retiraron hacia el norte y ofrecieron a Belisario la corona de Occidente. Éste, fingiendo aceptarla, tomo Ravena, la capital del reino godo, proclamandola como tierra sometida a Justiniano en el año 540.

Nada sorprendentemente, el emperador volvió a llamar al general, alejándole así de unos ejércitos que ardían de entusiasmo bajo su mando, y le envió al otro extremo del Imperio, a Siria, para detener una invasión de los persas sasánidas, sin darle medios para ello. Y allí, con apenas un puñado de soldados, derrotó a los invasores en Nisbis y remató la campaña atravesando el Éufrates con sus escasas tropas, forzando la retirada del enemigo y entablando negociaciones de paz en 542

De nuevo fue enviado a Italia, a combatir a los Ostrogodos que se negaban a someterse, y a los recelos de justiniano que, al temor por la fama de Belisario, unió su rapaz tacañería, negándole hasta los más ínfimos recursos, volviendo así inútiles sus victorias militares. El general fue relevado del mando en 549 y reemplazado por Narsés que, al contrario que él, pudo contar con todo el apoyo preciso y completó la conquista entre el 551 y el 554

Belisario, desengañado por la ingratitud de su soberano, se retiró de la vida militar, pero no podría acabar sus días en paz ya que la misma Constantinopla se vio amenazada por la llegada de los kutriguros, un pueblo búlgaro descendiente de los hunos. Ante la desesperada llamada de auxilio de Justiniano, cuyos ejércitos estaban dispersos por todo el Mediterráneo, Belisario reunió un puñado de veteranos y civiles sin experiencia, defendiendo exitosamente la ciudad y expulsando a los invasores más allá del Danubio.

Y, finalmente, recibió la merecida recompensa por sus servicios. En el año 562, fue llevado a juicio acusado de alta traición, condenado, y encarcelado

Justiniano, temiendo al parecer un nuevo motín, ordenó su liberación meses después. A partir de ahí hay dos historias. En una, el emperador le repuso en sus cargos y Belisario murió unos años después, rodeado de honores.

En la otra, antes de liberarle el emperador le hizo sacar los ojos, para asegurarse de que nunca más amenazara su grandeza. Según esa versión, caminó por las calles de Constantinopla, de la mano de su esposa Antonina, prostituta, como Teodora, y mendigó la caridad del pueblo entre la incredulidad y la rabia mal contenida de los viandantes.

Así le retrataron los pintores románticos, como el gran David. Un anciano extendiendo la mano en petición de limosna, todavía ataviado con los restos de su armadura, recibiendo la compasión de una matrona y el dolor de un veterano que alza sus brazos al ver la desdicha de su general

Fuera cual fuese su final, y al margen de su indudable mérito militar, la figura de Belisario impresiona tanto por su grandeza como por su tragedia. A la postre, sus victorias fueron inútiles. La reconquista del Imperio de Occidente sólo sirvió, a medio plazo, para iniciar la ruina del de Oriente, que derrochó sus fuerzas en ocupar y sostener unas tierras dispersas y distantes mientras la amenaza germinaba a sus pies, en el corazón de Arabia. Cinco años después de morir el Último Romano, nacía en la Meca un niño llamado Abu I-qasim Muhammad.

Aparte de los historiadores, dos grandes novelistas, Isaac Asimov y Robert Graves, le retrataron, el primero en forma de homenaje en Fundación e Imperio, el segundo en una de sus mejores obras, El Conde Belisario, cuya lectura recomiendo encarecidamente a todos los amantes de la buena literatura en general y del relato histórico en particular. Pero, si hemos de resumir y entender su vida, basta con una línea escrita hace muchos años, dedicada otro guerrero que también recibió como recompensa, al menos en la leyenda, el rencor y el resentimiento de quien más le debía

Dios, que buen vasallo, si oviesse buen señor

jueves, 4 de mayo de 2017

LA HISTORIA DE LOS CUATRO FEDERICOS (qué follón de Federicos)



Los lectores aficionados a la Historia saben, gracias a la obra de Fuller, que la Guerra del Norte dio origen a la moderna Rusia, de la mano del zar Pedro I, el Grande. Sin embargo, el autor de Batallas Decisivas del Mundo Occidental omitió en su narración que en esas fechas tuvo lugar el nacimiento de otra nación que habría de convertirse en uno de los principales actores de la escena europea en los siglos siguientes: el reino de Prusia

El parto de Prusia fue largo y difícil. El territorio conquistado y defendido por los caballeros teutónicos, durante las cruzadas del Báltico, abarcaba toda la costa suroriental de dicho mar, hasta el golfo de Finlandia. Tras la partición del estado monástico de los teutones en el siglo XVI, lo que sería conocido como la Prusia ducal apenas ocupaba el territorio del actual oblast de Kaliningrado. Una serie de matrimonios bien estudiados convirtieron a los Hohenzollern, margraves y electores imperiales de Brandemburgo, en gobernantes de dicho ducado.

A finales del siglo XVII los duques electores gobernaban una serie de territorios separados y distante entre sí, un puzzle repartido entre la prusia ducal, al este, el margravato de Brandemburgo, con capital en Berlin, el ducado de Pomerania, junto a la peninsula de dinamarca, y diversos pedazos de tierra en la margen occidental del Rin, como el ducado de Cleves, Ravensteisn, los condados de Mark y Ravensverg... todo agrupados bajo la figura feudal de la unión personal. La Guerra de los 30 Años Devastó con especial crueldad estos territorios pero la casa Hohenzollern logró capear la tempestad de la mano de uno de los personajes más brillantes del momento: el Gran Elector, Federico Guillermo, el primero de los cuatro Federicos.

Nuestro Federico era un hombre frío y calculador, un duro calvinista que supo jugar sus cartas en una época tumultuosa, siendo muy consciente de la debilidad de su posición, ya que la geografía condenaba a los dominios de su casa a convertirse en el campo de batalla de media europa. No sabemos si el Gran Elector había leído a los clásicos, pero aplicó con firmeza la máxima de Vegecio: Si vis pacem, para belum. La guerra fue luchada por ejércitos de ocasión, principalmente de mercenarios. Federico era un excelente general, y ganó fama derrotando con sus escasos recursos a los invencibles ejércitos suecos en las batallas de Varsovia, Fherbellin y el lago Curonian. Su experiencia le hizo ver que el tiempo de los mercenarios había pasado, y en 1678 estableció el primer ejército permanente de Prusia.

Además de la guerra, preparó la paz. Con gran pragmatismo, estableció la libertad de credo, terminando con las tensiones religiosas. Asimismo anuló políticamente a la aristocracia, creando un funcionariado que vertebraría una administración ajena a la nobleza, y desarrolló una activa política de construcción de infraestructuras, protegiendo el comercio y poniendo las bases para un estado industrial. En lo exterior, mantuvo una laboriosa diplomacia, actuando de contrapeso en las relaciones entre Francia y el Imperio. A su muerte, Prusia Brandemburgo había dejado de ser un simple peón en el tablero del norte.

Su hijo, el Príncipe Elector Federico Tercero, el segundo (paradójicamente) de los cuatro Federicos, se encontró en muy buena situación al llegar al poder en 1688. Tan buen político como su padre, vio que el equilibrio europeo estaba a punto de saltar otra vez por los aires, debido a la ruina del Imperio español. Cuando estalló la Guerra de Sucesión, el juego a dos bandas de Brandemburgo Prusia llegó a su fin, y el elector tomó partido, apoyando con todas sus fuerzas al Sacro Imperio. Fue una buena decisión, ya que, en agradecimiento por su lealtad, el emperador Leopoldo I le otorgó, el título de rey, coronándose así como Federico I en Konigsberg, en 1701.

De acuerdo a la Ley Imperial, no podía haber un reino dentro del Sacro Imperio, de ahí que Federico no sería rey de Prusia, sino en Prusia, sumando a esa corona de nueva creación el margravato y el resto de sus posesiones, todavía a título personal, y renunciando a la categoría de elector. Lo que implicaba la independencia de facto de sus territorios respecto a la casa de Augsburgo, Su política interior continuó la del Gran Elector, aprovechando la bonanza económica de su reino para establecer mejoras educativas, protegiendo las artes y la cultura, estableciendo diversas academias al estilo francés y trayendo a sus salones intelectuales de toda europa. En el exterior, tras subir al trono volvió a la política de equilibrios seguida por su padre, logrando así mantener a Prusia fuera de los combates más duros de la Guerra del Norte, e interviniendo sólo cuando hubiera a la vista un buen premio, como en la campaña de 1714, que le supuso el dominio sobre la Pomerania sueca.

Su hijo Federico Guillermo I, el tercero de los cuatro Federicos, sería un monarca de muy distinto talante. Donde su padre era brillante y entusiasta, él era gris y aburrido. El rey político fue reemplazado por el Rey Sargento, así llamado por su afición desmesurada por lo militar, pero igualmente podría haber sido llamado el Rey Avaro. Su primera medida fue vender los caballos, el ajuar, las joyas y los muebles de su padre, y disolver la corte, quedándose sólo con el servicio indispensable para mantener en orden su casa. Ordenó cerrar las academias, por considerarlas un dispendio insufrible. Estableció nuevos sistemas de impuestos, incluyendo una tasa de exención para que los nobles y la burguesía pudiera eludir el servicio militar a cambio de una buena cantidad de dinero. Centralizó la economía en sus manos, incrementó la producción industrial, dirigió la roturación de nuevas tierras de cultivo, organizó el funcionariado con una normativa tan detallada como estricta.

Federico Guillermo vigilaba hasta el más mínimo detalle de cualquier actividad a su alrededor. Hoy en día, probablemente se le habría diagnosticado un trastorno obsesivo paranoide. Sólo se permitía una distracción, la que le haría ganarse el apodo de Rey Sargento: su ejército. Dedicaba cada segundo que le dejaba la administración de su reino a perfeccionar la disciplina, el adiestramiento y el equipamiento  de sus tropas, reformando el sistema de reclutamiento, mejorando las tácticas, instituyendo escuelas de oficiales y poniendo especial cariño en la formación de su juguete favorito, el batallón real de granaderos, formado por verdaderos gigantes, reclutando para ello, a la fuerza de ser preciso, a cualquier hombre que superara el 1,80 de estatura.

Paradójicamente, el Rey Sargento sería el único de los 4 Federicos que no  iría a la guerra. Quizás porque la sóla idea del gasto en municiones y suministros le haría temblar como si de sacarle los riñones a cuchilladas se tratase. En cualquier caso, al subir al trono, su hijo se encontraría con un ejército formidable y disciplinado, una economía sólida, una administración eficaz y un Tesoro lleno a rebosar. Aunque, a decir verdad, ese hijo estuvo a punto de no subir jamás al trono, porque la juventud del último de los cuatro Federicos fue cualquier cosa menos previsible


Federico II no tuvo una infancia feliz. Su padre le trataba con la misma rigidez que aplicaba a cualquiera de sus súbditos, exigiendo austeridad, marcialidad, disciplina y estricta obediencia, cosas todas ellas que casaban mal con el carácter de un niño, luego un joven, soñador, aventurero y con una mente que bullía de curiosidad y sensibilidad. En 1730, en un episodio que ha levantado cientos de especulaciones, el joven príncipe heredero trató de huir hacia Inglaterra en compañía de su más íntimo amigo y confidente, el teniente Von Katte. Traicionados por un paje, los dos muchachos fueron capturados y enviados a prisión. El rey ordenó su ejecución como desertores, y sólo tras mucho reconsiderarlo conmutó la pena de su hijo por prisión perpetua, amenazándole con la muerte si no renunciaba a sus derechos sucesorios en favor de su hermano menor, y obligándole a presenciar
la decapitación de su compañero, que le reiteró su lealtad un instante antes de que cayera el hacha.

El rey despreciaba doblemente a su hijo, por su desobediencia y por su afeminamiento, y sólo tras el matrimonio de Federico con la princesa Elisabeth Cristina de Brunswick le fue devolviendo sus prebendas, permitiendole finalmente establecer un dominio como príncipe heredero en Reinsberg. Allí el joven formó una pequeña corte que, por contraste con la casa cuasi monacal de su padre, bullía de actividad artística y cultural.

Federico Guillermo tenía los peores presentimientos sobre lo que habría de suceder cuando su debil y decadente hijo accediera al trono. Se habría sorprendido mucho por lo que iba a suceder, por no decir que se habría frotado los ojos de incredulidad, de poder ver el futuro.

Nada más subir al poder en 1740, Federico puso en práctica un ambicioso plan para unir sus distantes territorios por vía de la negociación o la conquista. En 1741 derrotó a los austríacos en Mollwitz, si bien allí flaqueó su voluntad. Creyendo que la batalla estaba perdida, huyó, descubriendo horas después que sus tropas habían vencido y regresando, avergonzado, ante sus generales. Sus nervios no volverían a fallarle nunca más.

Al final de la Guerra de Sucesión Austríaca, en 1745, había sumado Silesia a sus posesiones. Le seguiría la Guerra de los 7 Años, en la que Prusia se enfrentaría, prácticamente en solitario a Austria, Rusia, Sajonia, Francia y Suecia. El rey atacó primero, ocupando Sajonia y obteniendo sucesivas y resonantes victorias, entre ellas la de Leuthen, donde empleó por primera vez su célebre orden oblicuo. La coalición antiprusiana se disolvió en 1762, al morir la emperatriz Isabel de Rusia, y Federico pudo retener en su poder Silesia y otros territorios conquistados durante el conflicto. Luego vendrían la partición de Polonia y la Guerra de Sucesión Bávara. Al final de su reinado, el monarca dominaba el triple de territorio que a su advenimiento, y gobernaba un estado rico y estable, con una administración eficiente y un ejército con fama de invencible

Si sus hazañas bélicas son notables, más notable es su propia persona, que sumaba lo mejor de sus tres antecesores. Federico reabrió todas las academias cerradas por la cicatería de su padre, y gastó a manos llenas para convertir su reino en una tierra de promisión para las artes y las ciencias. Mejoró las técnicas agrícolas, trajo expertos de toda Europa para perfeccionar la industria, promovió expediciones, hizo cartografiar sus tierras... Prusia, apenas un nombre sobre el mapa un siglo atrás, iba a dar al mundo al mayor naturalista de los siglos XVIII y XIX, el explorador y científico Alexander Humboldt, el hombre que, prácticamente en solitario, daría nombre y forma a media América.

Como político, Era tan pragmático como su abuelo y su bisabuelo. Alejado de cualquier fanatismo, es, probablemente, el monarca que mejor ha encarnado el ideal del Príncipe, de Maquiavelo. Para él, la guerra no era una razón de ser en sí misma, sino una más de las herramientas a su disposición, no más valiosa que la diplomacia o el dinero. Su enfrentamiento con la emperatiz Isabel no le impidió dar forma a la amistad ruso prusiana que duraría casi hasta 1914. También estableció excelentes relaciones con Gran Bretaña, que aceptó de mil amores ayudar a un poder que desequilibraba a su tradicional enemigo francés, y estaba lo bastante lejos como para no suponer una amenaza.

Como muestra de su carácter, calculador e imaginativo, bastan un par de anécdotas. Se dice que, deseoso de implantar el cultivo de la patata en Prusia, y conociendo la resistencia por parte de los campesinos ante cualquier novedad, sembró patatas en las tierras reales, protegiendo los huertos con una fuerte guardia de granaderos. Pronto todo el mundo se hacía mientes sobre plantas tan valiosas que se destinaba un regimiento a custodiarlas. Luego, cuando todo estaba listo para la cosecha, retiró la guardia, y la gente entró en tromba a ver qué había allí, arramblando con todas las patatas que pudieron ya que, si tan buenas eran que el rey las quería sólo para sí, valdría la pena cultivarlas.

Su retrato más celebres le representa interpretando un concierto para flauta, bajo la mirada y dirección de Bach, en el salón de su palacio, ante la corte. Una imagen muy alejada de la del duro caudillo militar. De joven, viajando por Holanda, fue a alojarse al parecer en una posada, de incógnito, con sólo un acompañante. Pidieron a la posadera que les preparara algo de cenar, ofreciéndose a tocar para entretener sus parroquianos a cambio de la cena. La mujer, dudó de que aquel muchacho de aspecto extraño fuera un buen músico, así que el entonces príncipe sacó su flauta y tocó para ella, ante lo cual ésta fue a preparar, sonriente, unas empanadas.

Ciertas o no, estas anécdota reflejan bien el modo de ser del rey. Prusia conocería otros monarcas antes de convertirse en la espina dorsal de la futura Alemania, pero las bases de la nación prusiana fueron puestas por los cuatro Federicos, que culminarían en la extraordinaria personalidad de quien, merecidamente, recibiría el título de Federico el Grande.

 Asombrado por la forma con la que las gentes de Prusia se expresaban acerca de su rey, con un desparpajo que rallaba con la insolencia, un viajero inglés le preguntó al monarca como es que consentía a los plebeyos tales libertades, Éste le respondió...



Mi pueblo y yo, somos un matrimonio bien avenido: ellos pueden opinar lo que les venga en gana, y yo puedo gobernar como me apetezca