Ahora que se acerca la fecha de la visita papal, es un buen momento para echarle un ojo a la figura del pontífice. No al propio Benedicto, sino al concepto del obispo de Roma como jefe y guía de la Iglesia Católica.
Para un ateo el asunto no tiene más trascendencia. El Papa es, simplemente, el jefe de una estructura piramidal, la Iglesia, que persigue, bajo un manto de espiritualidad, objetivos de poder económico, social y político de lo más terrenales. Sin embargo un cristiano católico, a priori, debe reverencia y obediencia al Santo Padre, ya que es la suprema autoridad eclesial y, en consecuencia, sus decisiones y declaraciones son irrebatibles.
He dicho a priori, pero ¿y en una segunda mirada? Después de todo la Iglesia sostiene que el cristianismo no es un edificio pétreo e inamovible, sino una fe viva y abierta al diálogo. Siendo así, un católico tiene, no sólo el derecho, sino el deber de hacerse preguntas. Y una de ellas podría ser ¿Es legítima, desde un punto de vista racional, la autoridad del Vaticano sobre el conjunto de la Iglesia? Bueno, yo no soy cristiano, pero puesto que en su momento fui bautizado, la Santa Sede me incluye en su feligresía y se me puede considerar un católico a efectos burocráticos. Así pues, me considero autorizado para plantear el tema desde un punto de vista estrictamnte cristiano.
La autoridad papal nace de tres argumentos básicos. El primero es la infalibilidad del Pontífice en asuntos de fe. El segundo es el reconocimiento de la sede episcopal de Roma como suprema autoridad ante el resto de obispados desde el mismo inicio del cristianismo. El tercero, y lógicamente el más importante, es la propia voluntad de Cristo, que nombra a Pedro su sucesor. Vamos a revisar estos puntos.
El más problemático es el segundo, y ha sido la principal causa de cismas en la Iglesia, incluyendo la separación de la Iglesia de Oriente, la Reforma y la creación de la Iglesia Anglicana. El argumento básico es que, siendo Roma la capital imperial, era lógico que el obispo romano tuviera autoridad sobre sus colegas de otras diócesis. Al fin y al cabo Pedro, el predilecto de Jesús, fue el primer obispo de Roma. Sin embargo éste es un razonamiento a posteriori, porque en los dos primeros siglos del cristianismo las diócesis funcionaban de forma independiente y las decisiones se tomaban de forma consensuada, sin una autoridad central indiscutible. Es lógico que fuera así dado que las comunicaciones no eran fáciles y en ese tiempo el cristianismo pasaba por persecuciones de forma periódica.
La autoridad central de Roma en el cristianismo no se consolida hasta el reinado de Constantino, que legitimó el culto y además procuró ganarse la voluntad del obispo Melquiades y su sucesor, SIlvestre, siendo éste el primero en usar la tiara papal. Hasta entonces, la sede gozaba de gran prestigio entre lo demás obispados al ser una de las más importantes en cuanto al número de feligreses, el volumen de las donaciones recibidas y las conexiones con la administración imperial. Se consultaba al obispo de Roma para que arbitrara entre las diócesis, y se acudía a él en busca de apoyo económico, pero no dictaba cuestiones de fe, ni convocaba sínodos o concilios. No es hasta finales del siglo IV, cuando el gobierno imperial se centra en oriente, que el obispo Dámaso empieza a dictar órdenes explícitas a otras sedes. Su sucesor, Siricio, adopta por primera vez el título de Papa, tutor.
Es decir, la autoridad papal no proviene tanto de la capitalidad como del apoyo decidido del emperador Constantino, necesitado de una cabeza central que articule al cristianismo y trabaje a su favor. A partir de ahí la influencia del papado irá poco a poco en aumento en la mitad occidental del Imperio, donde la autoridad imperial va dejando de notarse, mientras que en Oriente se ve contrarrestada por la del patriarca de Constantinopla, que a su vez es nombrado directamente, por el emperador. Siendo éste el caso, está claro que una decisión política tomada por un gobernante en el siglo IV no es un argumento de fe demasiado sólido para sustentar la supremacía del Vaticano.
El papado era consciente de que su preeminencia se apoyaba en bases frágiles, pese al enorme prestigio ganado por Leon I al convencer a Atila de no atacar Roma (aunque no hizo lo mismo con Alarico en el 410, y Genserico en el 455). Así pues, a finales del S. VIII, coincidiendo con el debilitamiento de la autoridad de Bizancio (que había ocupado parte de Italia en tiempos de Justiniano, y nominalmente seguía gobernando todo el Imperio), el papa Adriano se sacó de la manga un documento milagrosamente reencontrado en los archivos pontificios. En él, el emperador Constantino el Grande le regalaba al papa Silvestre el imperio romano, así, por la cara. Por supuesto la Donatio Constantini era más falsa que un euro con la cara de Messi, pero se usó como prueba irrefutable hasta entrado el siglo XV.
Igual de falsa, dicho sea de paso, resulta la asunción de que Pedro fuera el primer obispo de Roma. Primero, porque no había obispos en las primeras comunidades cristianas, sino diáconos. Segundo, porque no existe ni una sola alusión en los evangelios o en los Hechos a un traslado del apóstol a la capital imperial. La única mención conocida a su residencia tras la muerte de Cristo está en las epístolas de Pablo, y éste le localiza en Antioquía, Siria. El obispado de Pedro y su muerte en Roma, es, tal cual, una tradición inventada para justificar la autoridad papal, como lo es la del supuesto viaje de Santiago a Hispania para así dar legitimidad al milagroso hallazgo de sus restos en Galicia y, de paso, mantener bien surtido el sustancioso grifo de las peregrinaciones a Santiago de Compostela. El paripé organizado en los años 60 por Pablo VI para localizar la tumba y los restos del apóstol no resiste el más mínimo análisis arqueológico, y la identificación de los restos es, como todo lo referido a la vida de Pedro en Roma, una suposición bienintencionada, cuando no un fraude puro y duro.
Para un ateo el asunto no tiene más trascendencia. El Papa es, simplemente, el jefe de una estructura piramidal, la Iglesia, que persigue, bajo un manto de espiritualidad, objetivos de poder económico, social y político de lo más terrenales. Sin embargo un cristiano católico, a priori, debe reverencia y obediencia al Santo Padre, ya que es la suprema autoridad eclesial y, en consecuencia, sus decisiones y declaraciones son irrebatibles.
He dicho a priori, pero ¿y en una segunda mirada? Después de todo la Iglesia sostiene que el cristianismo no es un edificio pétreo e inamovible, sino una fe viva y abierta al diálogo. Siendo así, un católico tiene, no sólo el derecho, sino el deber de hacerse preguntas. Y una de ellas podría ser ¿Es legítima, desde un punto de vista racional, la autoridad del Vaticano sobre el conjunto de la Iglesia? Bueno, yo no soy cristiano, pero puesto que en su momento fui bautizado, la Santa Sede me incluye en su feligresía y se me puede considerar un católico a efectos burocráticos. Así pues, me considero autorizado para plantear el tema desde un punto de vista estrictamnte cristiano.
La autoridad papal nace de tres argumentos básicos. El primero es la infalibilidad del Pontífice en asuntos de fe. El segundo es el reconocimiento de la sede episcopal de Roma como suprema autoridad ante el resto de obispados desde el mismo inicio del cristianismo. El tercero, y lógicamente el más importante, es la propia voluntad de Cristo, que nombra a Pedro su sucesor. Vamos a revisar estos puntos.
El más problemático es el segundo, y ha sido la principal causa de cismas en la Iglesia, incluyendo la separación de la Iglesia de Oriente, la Reforma y la creación de la Iglesia Anglicana. El argumento básico es que, siendo Roma la capital imperial, era lógico que el obispo romano tuviera autoridad sobre sus colegas de otras diócesis. Al fin y al cabo Pedro, el predilecto de Jesús, fue el primer obispo de Roma. Sin embargo éste es un razonamiento a posteriori, porque en los dos primeros siglos del cristianismo las diócesis funcionaban de forma independiente y las decisiones se tomaban de forma consensuada, sin una autoridad central indiscutible. Es lógico que fuera así dado que las comunicaciones no eran fáciles y en ese tiempo el cristianismo pasaba por persecuciones de forma periódica.
La autoridad central de Roma en el cristianismo no se consolida hasta el reinado de Constantino, que legitimó el culto y además procuró ganarse la voluntad del obispo Melquiades y su sucesor, SIlvestre, siendo éste el primero en usar la tiara papal. Hasta entonces, la sede gozaba de gran prestigio entre lo demás obispados al ser una de las más importantes en cuanto al número de feligreses, el volumen de las donaciones recibidas y las conexiones con la administración imperial. Se consultaba al obispo de Roma para que arbitrara entre las diócesis, y se acudía a él en busca de apoyo económico, pero no dictaba cuestiones de fe, ni convocaba sínodos o concilios. No es hasta finales del siglo IV, cuando el gobierno imperial se centra en oriente, que el obispo Dámaso empieza a dictar órdenes explícitas a otras sedes. Su sucesor, Siricio, adopta por primera vez el título de Papa, tutor.
Es decir, la autoridad papal no proviene tanto de la capitalidad como del apoyo decidido del emperador Constantino, necesitado de una cabeza central que articule al cristianismo y trabaje a su favor. A partir de ahí la influencia del papado irá poco a poco en aumento en la mitad occidental del Imperio, donde la autoridad imperial va dejando de notarse, mientras que en Oriente se ve contrarrestada por la del patriarca de Constantinopla, que a su vez es nombrado directamente, por el emperador. Siendo éste el caso, está claro que una decisión política tomada por un gobernante en el siglo IV no es un argumento de fe demasiado sólido para sustentar la supremacía del Vaticano.
El papado era consciente de que su preeminencia se apoyaba en bases frágiles, pese al enorme prestigio ganado por Leon I al convencer a Atila de no atacar Roma (aunque no hizo lo mismo con Alarico en el 410, y Genserico en el 455). Así pues, a finales del S. VIII, coincidiendo con el debilitamiento de la autoridad de Bizancio (que había ocupado parte de Italia en tiempos de Justiniano, y nominalmente seguía gobernando todo el Imperio), el papa Adriano se sacó de la manga un documento milagrosamente reencontrado en los archivos pontificios. En él, el emperador Constantino el Grande le regalaba al papa Silvestre el imperio romano, así, por la cara. Por supuesto la Donatio Constantini era más falsa que un euro con la cara de Messi, pero se usó como prueba irrefutable hasta entrado el siglo XV.
Igual de falsa, dicho sea de paso, resulta la asunción de que Pedro fuera el primer obispo de Roma. Primero, porque no había obispos en las primeras comunidades cristianas, sino diáconos. Segundo, porque no existe ni una sola alusión en los evangelios o en los Hechos a un traslado del apóstol a la capital imperial. La única mención conocida a su residencia tras la muerte de Cristo está en las epístolas de Pablo, y éste le localiza en Antioquía, Siria. El obispado de Pedro y su muerte en Roma, es, tal cual, una tradición inventada para justificar la autoridad papal, como lo es la del supuesto viaje de Santiago a Hispania para así dar legitimidad al milagroso hallazgo de sus restos en Galicia y, de paso, mantener bien surtido el sustancioso grifo de las peregrinaciones a Santiago de Compostela. El paripé organizado en los años 60 por Pablo VI para localizar la tumba y los restos del apóstol no resiste el más mínimo análisis arqueológico, y la identificación de los restos es, como todo lo referido a la vida de Pedro en Roma, una suposición bienintencionada, cuando no un fraude puro y duro.