El Prado está lleno de maravillas, y eso puede ser un problema. Igual que las hojas no dejan ver el bosque, a veces el bosque impide descubrir las hojas. Como sucede en esas salas inagotables, donde hay tantísima belleza que, en ocasiones, el Arte pasa desapercibido.
Porque el Arte no siempre es belleza, y unas pinceladas, aparentemente inocentes, pueden esconder un gesto de rebeldía, como sucede con el retrato de la Duquesa de Alba de negro, erguida, orgullosa, señalando con su dedo al nombre del pintor, un Sólo Goya que, dice la leyenda, sería una declaración chulesca de amor por parte del de Fuendetodos. Y como sucede, casi de forma desapercibida, con una de mis obras favoritas del museo madrileño.
Hacia 1638, Velázquez recibió un encargo decorativo para la Torre de La Parada, un pabellón de Caza situado cerca de El Pardo. Se le pidieron tres obras relacionadas con la Antigüedad, entre ellas un filósofo, y él retrató al dios Marte, y a los griegos Esopo y Menipo. Los tres lienzos presentan una gran similitud estilística y conceptual, ya que los personajes están representados como hombres toscos, de formas y rasgos crudos y sin elegancia: un viejo guerrero cansado, un grueso artesano de manos enormes, un vagabundo andrajoso. Pero, si bien las tres obras son admirables, vamos a centrarnos en Menipo.
Más o menos todo el mundo sabe quién es el dios Marte, y Esopo es un nombre familiar, ya que sus fábulas son bastante conocidas, incluso en pleno siglo del 2.0, pero ¿Menipo?
A Velázquez le encargaron que pintara un filósofo griego, y Menipo era un filósofo griego. Hasta ahí todo es correcto, pero éste no era uno de los grandes, tan sólo un miembro menor de la Escuela Cínica, que dio nombre a la Sátira Menipea, un estilo literario de la Europa de los siglos XVI y XVII. Se le dio ese nombre no porque Menipo lo utilizara (de hecho no se conocen más que mínimos fragmentos de obras atribuidas a él) sino porque, además de un filósofo real, fue el personaje elegido por Luciano de Samosata para sus obras satíricas, como los Diálogos de los Muertos, en los que conversa con Diógenes (otro filósofo cínico)
Y ahora más de uno se llevará las manos a la cabeza y dirá ¿Y QUIÉN C...NES ES EL TAL LUCIANO DE SAMOSATA?
Pues bien, aunque este autor grecorromano del siglo II no os resulte familiar, se trata de uno de los literatos de la antigüedad más influyentes en la modernidad. Era un humorista irreverente, un satírico feroz que puso en solfa toda la estructura social de su era, burlándose de los gobernantes, los gobernados, los letrados y los iletrados. Sobre todo, se carcajeó de lo que la sociedad de su época, y de todas las épocas, más ha valorado: los apellidos ilustres, las grandes hazañas, las riquezas materiales y el afán por la fama. Y lo hizo con tanta gracia y mala leche que su obra sobrevivió a los accidentes mundanos (siglos y siglos de copistas, incendios, reescrituras, reciclados del papel y el pergamino...) y humanos, porque, como dije en la
anterior entrada de esta serie, nada duele más a los tiranos que la risa. Y Luciano, a 19 siglos de distancia, sigue haciéndonos reír.
Pero Luciano no es importante sólo por su obra, sino por su influencia. Porque, siguiendo su ejemplo, e incluso imitando/homenajeando su estilo, se escribieron los Viajes a los Estados e Imperios del Sol y de la Luna (Cyrano de Bergerac), Los Viajes de Gulliver (J. Swift), El Diablo Cojuelo (Vélez de Guevara) El Coloquio de los Perros (Miguel de Cervantes), El Criticón (Baltasar Gracián) o el mismísimo Gargantúa y Pantagruel (Rabelais), la obra que los hombres cultos del XVII llamaban, respetuosamente, EL LIBRO.
Como podéis suponer, por los títulos que he reseñado, si bien las gentes leídas e incluso algunas figuras de autoridad disfrutaban enormemente con las obras Lucianescas (que es como en su momento se designaron ese tipo de novelas), el Poder no se sentía muy feliz cuando la sátira apuntaba directamente a todo lo que se suponía sagrado y consolidado, y Luciano y sus herederos fueron vistos con sospecha, e incluso perseguidos, acabando más de uno en las listas prohibidas. No sólo en las que generaba el Santo Oficio católico, porque el mismísimo Lutero dijo antes querría que mis hijos leyeran las ponzoñosas herejías de Erasmo que no las obras malditas de Luciano.
Erasmo de Rotterdam, dicho sea de paso, era otro lucianesco, y, tan sospechoso de herejía a los ojos de la Inquisición como a los de Lutero.
De ahí que resulte como mínimo curioso que Velázquez no pintase a cualquiera de los grandes: Sócrates, Platón, Aristóteles... éste hubiera sido un acierto seguro, dado que la teología católica se enraizaba en Aristóteles. Incluso, de haber querido retratar a uno de los menores, podría haber elegido a uno más afamado, como el propio Diógenes, compañero de diálogos de Menipo y mil veces más célebre que su interlocutor, gracias a su encuentro con Alejandro, que acercándose a su precario hogar (como buen cínico, el filósofo se burlaba de las posesiones materiales y vivía en una tinaja vieja) le preguntó ¿Qué puede hacer por ti el Gran Alejandro? a lo que el anciano respondió, apartarte, porque me estás tapando el sol *.
Pero eligió a Menipo, y (todo lo que sigue a partir de aquí es estrictamente una elucubración personal) creo que lo hizo porque, con el personaje, reivindicaba al autor. Es decir, pintando a Menipo retrataba a Luciano. Y, al hacerlo, tal vez, estaba guiñando un ojo a quienes supieran ver más allá de las apariencias, y declarándose ante ellos como Lucianesco.
Y creo que esto es así no sólo por la elección del personaje de este cuadro, sino por cómo lo retrató. Un hombre, como dije arriba, vulgar, sin gracia en los rasgos, gastado por la intemperie, tanto como sus ropas, raídas, decoloradas. Por supuesto, con la simbología gráfica requerida, ya que los pintores de la época sabían aplicar los códigos necesarios para que su público entendiera la obra. Menipo deja a sus pies libros y rollos, símbolo del saber, y la jarra de agua toscamente pintada detrás representa la austeridad del escéptico. Pero lo verdaderamente interesante es la actitud. Lo que está haciendo.
Menipo se está marchando del cuadro.
El viejo cínico se gira, dándonos la espalda, y se despide mirandonos sobre su hombro con ojos amables y una sonrisa entre triste y burlona. Porque no le interesamos, no hay nada en nosotros, en nuestra vanidad, que valga la pena observar. Al fondo, tras la jarra, se intuye una puerta, y tras ella ¿quién sabe? senderos, campos, bosques, el cielo por techo... la libertad de quien lo tiene todo porque no necesita nada.
Por eso, siempre que voy el Prado, me acerco a saludarle, le sostengo la mirada unos segundos, y le deseo un buen viaje. Porque esas pinceladas sencillas, burdas, me dicen más que los más elaborados paisajes, los personajes graves y épicos y las escenas ricamente ornamentadas.
Y porque, en el fondo, tengo la secreta esperanza de que un día, al acercarme, descubriré que ya no está, que en el lienzo sólo quedan los libros y la jarra. Que Menipo por fin ha atravesado la puerta y se dirige a ninguna parte, lejos de las multitudes que pasan diariamente por esa sala, ignorando cuánto tienen que envidiar al anciano harapiento y achacoso que se pierde a lo lejos, quizás tarareando una tonadilla, y echándose a la boca un puñado de almendras, de la bolsa** que guarda bajo la capa raída y polvorienta.
*Según Plutarco, Alejandro se alejó comentando, de no ser Alejandro, querría ser Diógenes. Yo pienso, más bien, que no ordenó a sus guardias que apalearan al viejo maleducado porque hubiera estado mal visto y no podría haber dicho frases profundas para que las apuntaran los escribas.
** Herencia de su amigo Diógenes, como se menciona en los Diálogos de los Muertos