Por casualidad, por una desgraciada casualidad. lo que escribo hoy enlaza con lo que publiqué hace un par de semanas.
La tragedia que hemos vivido la pasada semana fue tan inesperada, y nos pareció tan... injusta, tan incongruente, que apenas tuvimos espacio para reaccionar. Ahora, unos días después, soy capaz de mirar hacia ese momento, entender alguna de mis reacciones y analizar su razón de ser.
Del momento de recibir la noticia, sólo soy capaz de recordar el mazazo, la incredulidad. La sensación de que tiene que ser un error, que no es posible. Que, por espantosa que sea esa esperanza, seguramente hay un equívoco en los nombres y no es ella sino su madre quien ha muerto.
Y el frío, helador, por todo mi cuerpo al comprender que no hay ningún error.
Tras ello, la inmediata necesidad de comunicárselo a las personas que deben saberlo, fuera de hermanos y hermanas. Y ahí es cuando puedo hacer mi primer análisis. De inmediato acuden tres nombres a mi mente. Una de ellas, Eva, está conmigo, las otras, Marisa y Diego, están lejos. Telefoneo, apenas soy capaz de hablar pero lo logro, y Marisa detiene mi primer impulso, que es correr, y me recuerda, no puedes hacer nada, permanece ahí con Eva, ella te cuidará. Y mientras me lo dice sé que Diego, nuestro hijo, la cuidará a ella, y ella a él. Y comprendo que estamos cuidados.
Me reúno con Eva, y en efecto, me cuida, y pese a lo inesperado de todo encuentra las palabras y la forma, y me envuelve. Protegido, puedo dejar que el dolor me inunde. Y respirar. Porque hasta ese momento no he sido consciente de que no estoy respirando, apenas estoy metiendo aire en mi cuerpo
A la mañana siguiente, pienso en los demás nombres, en vosotres, que debéis saberlo, y debéis saberlo de mí, no de otras voces. Y comprendo que sois pocas, muy pocas personas. Nuestra familia, por supuesto, y ocho nombres más.
Sólo ocho nombres.
Hace años yo no era capaz de establecer un límite, y mi energía se dispersaba en personas que, en realidad, no importaban. Pero ahora miro a esa mañana y sólo hay ocho nombres fuera de la red (y no están fuera, varias de esas personas son tangencias)
Sumando toda la red con esas personas, no llegan a dos docenas. Son los nombres que de verdad cuentan. Los únicas en quienes pensé en ese momento. Parece que, como diría mi otra pareja, por fin he aprendido a distinguir entre lo urgente y lo importante. Que lo que escribí en mi anterior entrada no fue una parrafada vacía. Es real y tiene consecuencias reales.
En una emergencia, sólo vosotres. Fin del análisis.
Pero hay otro análisis, y ese sólo empieza a brotar al regresar, unos días después, hablando juntos en el coche. Cuando comento que lo sucedido es, de alguna forma, antinatural. Que las madres no deberían enterrar a los hijos. Y ella me dice, no, en realidad eso es lo natural, lo antinatural somos nosotros.
Y es verdad. Una verdad que no queremos mirar, pero que está ahí. La muerte no se ajusta a nuestras expectativas. Simplemente sucede. La gente muere, sin importar su edad, su condición o sus sueños.
Nos parece aberrante que un niño muera, porque hemos aprendido a proteger a los niños de las amenazas más inmediatas. Pero hace menos de 100 años los niños morían por cien causas y se convivía con esa posibilidad. Los cementerios antiguos están llenos de tumbas de niños. Los ataúdes pequeñitos eran habituales.
La muerte de mi padre me devastó porque sentí que mi padre murió joven, pero apenas una generación atrás, llegar a los 60 y tantos en sus condiciones hubiera sido casi un milagro.
Creemos que las cosas así ya no suceden, porque ya no las vemos a diario. Y nos engañamos. Hasta que llega el golpe y nos coge por sorpresa. Y nos forzamos a recordar que somos frágiles, que puede sucedernos a cualquiera, en cualquier momento, en cualquier situación. Nuestro hijo sintió dolor, sí, al conocer la noticia, pero además sintió miedo, al comprender que eso mismo podría sucederme a mí, o a su madre.
Y yo sumo mi propio miedo: podría sucederle a él.
Por supuesto que hay circunstancias agravantes. La pobreza, la enfermedad, la inestabilidad... todo eso abre caminos a la muerte, pero la persona más rica, más saludable y más protegida del planeta puede atragantarse con un hueso de albaricoque y morir antes de llegar a pedir auxilio. Puede resbalar en la escalera y matarse al golpear el suelo unos segundos después. Puede desplomarse, y estar muerta antes de tocar el suelo.
No hay nada antinatural en la muerte. Simplemente sucede. Y al fingir que no es así no nos hemos hecho ningún regalo. Al creernos inmortales no vemos qué merece la pena de verdad y qué no la merece, porque pensamos que siempre habrá tiempo para todo. Que no hay diferencias entre lo urgente y lo importante.
No vemos quién importa y quién no importa.
En mi caso, apenas dos docenas de personas
La próxima vez que nos veamos, os pediré permiso para abrazaros, y, si no os incomoda, os recordaré lo importantes que sois para mí.
Porque podría suceder. La muerte sucede. Y no quisiera que mañana os llegara esa noticia sin haberos dicho, mirándoos a los ojos...
... que os amo