¿Porqué Ratzinger podría ser adecuado para introducir cambios en la doctrina eclesial? Después de todo no parece muy amigo de novedades ni mucho menos un fervoroso creyente o un revolucionario. Ni siquiera es simpático. De hecho resulta bastante gris.
Los medios han intentado traspasar la popularidad del anterior papa al actual, como si bastase con un lema pegadizo para convertir a cualquiera en un fenómeno de masas. Pero por mucho que los obispos movilicen masas de felices jóvenes a su paso, Benedicto XVI no rebosa carisma. Ratzinger es un burócrata nato, un gestor que ha trabajado en la sombra durante décadas y se ha ocupado de las tareas más incómodas desde la Congregación en Defensa de la Fe (el antiguo Santo Oficio). Y eso es bueno: la Iglesia no necesita un lider carismático sino un administrador frío y calculador.
Su racionalidad pudo apreciarse a comienzos del pontificado, cuando acarició la idea de apoyar las tesis del Diseño Inteligente frente a la Teoría de la Selección Natural. Ratzinger, tras unos meses de vacilaciones, dio carpetazo al asunto. No porque tenga una mente volcada hacia la verdad científica, sino porque un giro en esa dirección hubiera supuesto desautorizar a dos papas, Pio XII y Juan Pablo II, y sentaría un peligroso precedente. Así que cerró la puerta a los coqueteos con el creacionismo (aunque algunos grupos como el opus intentan mantenerla abierta).
También ha procurado no dejarse arrastrar por la ultraconservadora Conferencia Episcopal Española a las luchas políticas de nuestro país, para decepción de Rouco y sus afines, que esperaban un decidido espaldarazo del pontifice al tea party español. Por supuesto el Papa es de derechas, pero sabe nadar y guardar la ropa. Así pues tenemos a un hombre conservador pero pragmático, que mide sus pasos. Un buen timonel a la hora de encarar las crisis que tiene abiertas en estos momentos la iglesia católica.
Insisto: conservador y pragmático. No debemos esperar un salto en asuntos que podrían suponer un grave conflicto en la mayor parte de los países de mayoría católica. Pero hay una serie de problemas a los que la jerarquía eclesial va a tener que hacer frente en los próximos años y este Papa podría ser la persona adecuada para dar los primeros pasos de forma que la transición sea lo más suave posible.
· El más evidente, a priori, es el de la posición subordinada de la mujer en la iglesia. Sin embargo ese es un bocado difícil porque Juan Pablo II lo bloqueó de forma cruda y directa, entronizando a la monja Teresa de Calcuta como ejemplo a seguir por todas las mujeres cristianas. Esto es, sacralizando el papel de sierva y cerrando todas las puertas a la ordenación de mujeres. Ese bloqueo, hoy por hoy, resulta insalvable, y dudo mucho que veamos avances en las próximas décadas. Lo que dificulta la búsqueda de soluciones al segundo problema.
· La pérdida de vocaciones supone una crisis de base muy grave. En Europa el clero nativo está muy envejecido y no hay un recambio a la vista. La prensa católica ha lanzado las campanas al vuelo porque este año hay en España 40 seminaristas más que el pasado (¡40!), lo que demuestra hasta que punto es grave la cuestión. Muchas bajas han sido cubiertas con sacerdotes sudamericanos, pero esa solución no da demasiada alegría a los feligreses, ya que los curas foráneos no sólo carecen de raices en las parroquias españolas, sino que suelen tener un perfil ultraconservador, lo que choca bastante con una sociedad como la nuestra que, pese a los voceros del extremismo como Hazte Oir o los Quicos, se ha vuelto bastante moderada e, incluso relativamente abierta. Si las mujeres pudieran ordenarse el volumen de seminaristas aumentaría mucho, ya que su participación en el culto sigue siendo mayoritaria y es lógico suponer que, de partida, habría un buen número de vocaciones femeninas.
No obstante sería un alivio temporal. La realidad es que, mal que le pese a la clerecía, el volumen de creyentes disminuye en todo el mundo y si quieren cubrir las bajas a medida que se jubilan los sacerdotes ordenados en los años 60 y 70, la única solución es ofrecer unas condiciones más atractivas. La crisis económica incentivará un poco las vocaciones pero cuando remita el problema seguirá ahí y volverá a agravarse, porque parte de los que vistan la sotana para sacar el vientre de penas la colgarán si consideran que volver al mundo va a suponerles una vida más aceptable. Las últimas campañas publicitarias ponen el acento en la cuestión laboral, subrayando la estabilidad del trabajo del sacerdote, así que parece que en ese sentido la Iglesia ha empezado a moverse, aunque sea muy lentamente, aceptando que lo que está ofreciendo es una salida laboral y debe tratarla como tal.
· La crisis de la pederastia se ha convertido en la cruz más pesada del Vaticano. La Iglesia está empezando tímidamente a aceptar sus responsabilidades en el tema, ya que ha llegado a un punto en el que tratar de presentar el diluvio de denuncias como malentendidos, equívocos o casos aislados se ha vuelto activamente en su contra e incluso ha apartado de su lado a parte de los creyentes. Ratzinger está gestionando de forma bastante fría la crisis, minimizando en lo posible los daños y procurando acallar las quejas con indemnizaciones y actos de contrición.
Puede que lo peor esté todavía por llegar: hasta ahora el escándalo ha saltado en países donde el catolicismo no es mayoritario (salvo el caso de Irlanda, pero este país siemrpe ha sido una rara avis). Sin embargo podría haber un nuevo estallido en naciones como Italia, Austria, España, o los países suramericanos, y convertirse en un verdadero incendio anticlerical. En España la postura actual de la iglesia es muy agresiva, y a cualquier crítica en ese sentido se responde desviando la atención a otros asuntos (es ya un lugar común que los medios ultracatólicos ondeen la bandera de Cáritas o aludan a los musulmanes cada vez que se menciona la pederastia o el robo de bebés) pero un afloramiento repentino de miles de casos, como ha sucedido en Alemania, EEUU o Irlanda, sería un mazazo difícil de esconder.
El último problema no suele mencionarse demasiado pero resulta muy acuciante a nivel social: se trata de las relaciones de pareja. La Iglesia sigue entronizando la institución del matrimonio como santa y, sobre todo, indisoluble. Lo que Dios ha unido que no lo separe el Hombre. Bellas palabras, pero ajenas a la realidad, porque miles y miles de matrimonios católicos se rompen todos los años, y eso deja a una gran cantidad de creyentes sinceros en una difícil situación. Cualquier relación posterior a la ruptura les está vedada, salvo que acepten los lentos (y costosos) trámites del Tribunal de la Rota. La postura eclesial, a día de hoy, ha sido hacer la vista gorda. Si a veces sale en las noticias algún sacerdote que niega los sacramentos a una persona separada es, precisamente, por lo raro del hecho: es mucho más cómodo fingir que no pasa nada.
Lo mismo sucede en cuanto a las relaciones prematrimoniales o los anticonceptivos. Por mucho que se lancen campañas en pro de la virginidad y se pongan como ejemplo a seguir a matrimonios con trece o catorce hijos, lo cierto es que la inmensa mayoría de los jóvenes católicos se desprecinta mucho antes de pasar por el altar y la mayoría de las parejas casadas usan preservativos. Todas esas personas, teóricamente, están en pecado mortal y deberían ser excluidos de la comunión, pero los sacerdotes prefieren mirar para otro lado y no buscarse problemas. El debate al respecto lleva ya varios años en marcha, aunque sea de forma soterrada, y más tarde o temprano veremos cambios doctrinales.
· No veremos ningún cambio en la cuestión del celibato sacerdotal. No por cuestiones doctrinales, sino económicas: si un parroco tuviera la posibilidad de casarse y formar una familia, necesitará unos ingresos que le permitan hacer frente a sus obligaciones familiares, lo que supondría un notable encarecimiento de las nóminas en la Iglesia. Mucho me temo que, pese a que el debate está ahí y buena parte de la grey cree que no hay nada malo en el matrimonio de los sacerdotes, los curas van a tener que seguir teniendo la polla de adorno o usándola ilícitamente durante muchos años.
Tampoco veremos avances en lo referente a la homosexualidad. La Iglesia ni siquiera acepta que hacerse pajas sea natural, así que la idea de que dos (o más) personas del mismo sexo puedan retozar con la bendición de Cristo está muy, muy lejos de asomarse a las mentes de los obispos. En una sociedad como la española esto podría aceptarse sin demasiados problemas, pero la mayor parte del mercado católico está compuesto de países con escaso nivel educacional y posturas profundamente homófobas, así que nadie va a mover baza en un asunto que puede suponer muchos disgustos y sólo aliviaría a un reducido porcentaje de feligreses.
Puede parecer, de lo dicho hasta ahora, que aquí, como decía el Gatopardo, se trata de cambiar para que todo siga igual. Cierto, esa es la manera eclesial. Dando, eso sí, mucho bombo a cualquier mínima modificación del dogma y vendiéndola como una prueba de modernidad y audacia. Y seguramente dejará encarriladas las cosas para que su sucesor mantenga una política similar. Veremos mucho maquillaje, muchas buenas palabras y pocos cambios reales. Pero habrá cambios, por reducidos que sean, porque la Iglesia sabe cuando debe mover ficha, aunque sólo sea una casilla.
Suelen hacerse muchos chistes por lo que ha tardado Roma en perdonar a Galileo y disculparse por su condena. Cuatrocientos años son muchos, eso es indudable, pero al final rectificaron. A día de hoy, sigo esperando a que los calvinistas pidan disculpas a Miguel Servet.
Despacio, muy despacio. Pero Roma, a la larga, se mueve.