Cuando nos enseñan Historia, los libros suelen hablar de grandes civilizaciones que se expanden, colisionan, se suceden unas a otras... los babilonios derrotan a los asirios, los egipcios levantan pirámides, Grecia se enfrenta a Asia, Roma derrota a Cartago y domina el mundo... pueblos gigantes con nombres gigantes como Hammurabi, Ramsés, Asurbanipal, Pericles, Alejandro, César... y en medio, casi inadvertida, alguna alusión a los fenicios, por aquello de que fundaron Cádiz.
Es normal que los habitantes de Sidón y Tiro pasen desapercibidos, no hay siquiera un estado al que podamos llamar Fenicia. La franja costera del Líbano era un puzzle de ciudades-estado independientes, que nunca se avinieron con un poder central. No levantaron imperios, su arte no es demasiado original (en realidad resulta bastante soso) y su arquitectura no alcanza ni las dimensiones de la egipcia ni el refinamiento de la griega. Son simples mercaderes que no dejaron nada perdurable, más allá de algunos nombres dispersos por la geografía mediterránea.
O quizás sí lo dejaron.
Mientras lees estas líneas estás usando el legado de los fenicios. Su regalo más perdurable, tanto que nos acompaña desde que tenemos uso de razón hasta el día de nuestra muerte: el alfabeto. Sí, se supone que nuestras letras derivan de las griegas con algunas adiciones romanas y carolingias, pero no es exacto. Los ideogramas y, sobre todo, el concepto del alfabeto fonético, no surgieron en Grecia, sino en las ciudades de Canaán. Los griegos, bien es cierto, añadieron algo que los fenicios no utilizaban, las vocales, pero sólo mejoraron el invento, no lo crearon.
Podríamos pensar que no tiene tanto mérito, a cualquiera podía habérsele ocurrido, pero no es tan sencillo. De hecho es sorprendentemente difícil. Los egipcios construyeron su escritura asociando objetos a sonidos, de modo que el sonido i se representa con un junco, porque el junco se llama iod. Por su parte los pueblos mesopotámicos usaban grupos silábicos derivados de símbolos gráficos (la palabra mano surge como la evolución-descomposición en trazos cuneiformes del esquema de una mano). Sólo los cananeos comprendieron la utilidad de un sistema basado en el sencillo concepto de un símbolo para un sonido. Sencillo, fácil de aprender, cómodo de usar. Práctico, como ellos.
Esa es su herencia: un medio de comunicación que, casi tres mil años después, sigue siendo insuperable. ¿Paradójico? ¿Un pueblo menor, apenas una nota al pie de página de los grandes imperios, descubrió la mejor forma de escribir?. Pero mientras otros se enriquecían saqueando y sometiendo, los fenicios medraron negociando, es decir, comunicándose. Es una bella justicia histórica que usemos una herramienta creada por gentes cuyo medio de vida era entenderse con todos.
Literalmente. Con todos.
Los hebreos dividen el mundo en dos categorías: ellos y los enemigos. Enemigos de su Dios, enemigos de su pueblo, enemigos de sus jueces, reyes y profetas. La Biblia, a partir del paso del Mar Rojo, es una lucha de exterminio entre las doce tribus y el resto del mundo... salvo los fenicios. Los hijos de Tiro y Sidón comercian con los hebreos, hablan con ellos, les ayudan en momentos difíciles y, sobre todo, les enseñan. El Gran Templo de Salomón es la obra suprema de Hiram, el tirio. Sus techos son de cedro libanés, sus lámparas son forjadas por orfebres cananeos. Los barcos de Sidom traen aceites perfumados y ungüentos para contentar a Jahvé. Hay amistad entre los navegantes y los descendientes de Abraham.
En el turbulento Egipto del Tercer Periodo, entre luchas de poder y tensas treguas, no se ve con buenos ojos a los extranjeros, pero los fenicios tienen una floreciente presencia en Menphis, y reciben permiso para edificar un templo a Melkart. Hasta los reyes Ptolemaicos nadie más tendrá un privilegio así.
Por el mar Rojo los barcos llegan a la India. Remontando las costas europeas alcanzan las islas más lejanas, donde el agua, según sus palabras, se vuelve gelatinosa y luego dura. Atraviesan el mar Negro para comprar miel, pieles y trigo en Crimea, y, habiendo oído que más al norte se encuentra el ámbar, sus pequeños gaulos, apenas cáscarones de 12 a 15 metros, alcanzan las costas del Báltico. Más allá de las columnas de Hércules o de Etiopía navegan tan hacia el sur que nadie les cree.
Y en todas partes, les entienden. A veces llevan o encuentran intérpretes, pero no es posible conocer todas las lenguas del mundo, y necesitan entenderse, sea como sea. Fondean en tierras extrañas, y las primeras veces que arriban probablemente les reciban con hostilidad o miedo. Pero a la larga la curiosidad vence, los marinos desembarcan, y hablan. Aunque no conozcan las palabras: no las necesitan.
Los navegantes exponen en la playa sus mercancías. Herramientas y armas de bronce, cuentas y collares, alfarería, telas*, perfumes... Al lado ponen pequeñas muestras de lo que buscan: trigo, aceite, oro, plata, cobre, estaño, tal vez marfil, ámbar, maderas de olor, resinas... Los nativos observan y buscan lo que piden los comerciantes. Lo traen y lo ponen junto a las mercancías. Si las cantidades son suficientes, los fenicios lo aceptan. Si no es así, esperan o incluso hacen el amago de recoger sus bienes. Si los habitantes creen que los marinos piden demasiado, se van mostrándose desdeñosos... y así se pasa del simple trueque al regateo, que acaba por ser un aliciente más de la transacción. Cuando todos están contentos, el trato se cierra y se celebra con risas y abrazos. Puede que los mercaderes abran un ánfora de vino y ofrezcan una libación a sus anfitriones.
Decimos fenicio como sinónimo de agarrado, tacaño, incluso estafador. Nada más falso: los marinos saben que un día volverán a estas costas, si no ellos tal vez sus hermanos, sus hijos, sus vecinos... No hay estafas, todos deben quedar contentos, o el próximo barco no será bien recibido. Y del entendimiento obligado acabarán por surgir lazos, poco a poco. Con el tiempo la llegada de los navegantes será acogida con alegría y fiestas, y se les despedirá con buenos deseos y ánimos para el regreso.
Porque no roban. No saquean. No usurpan. Ellos hablan y negocian.
*Donde la ropa es de color crudo, a lo sumo azulada o rojiza, el fulgurante púrpura de las telas cananeas es una visión de otro mundo. Su tinte, extraído del murex, no ha sido superado ni con las modernas anilinas.