¿Has apuntado lo que he dicho, maldito capullo? Aún no he acabado contigo. ¡Ni lo sueñes! vamos a practicar el medievo con tu culo.
Escuchando a Marcelus Wallace, está muy claro que el concepto que el vulgo tiene sobre la Edad Media no es demasiado positivo. El término con el que suele designarse a esa etapa de la historia europea no podría ser más descriptivo: los tiempos oscuros.
Sin embargo, el medievo no sólo fue esa época de oscuridad y rechinar de dientes que nos han vendido durante décadas. También fue una época de debate y descubrimiento, sobre todo a partir del primer milenio. En la Universidad de París, mientras se demostraba la esfericidad de la Tierra mediante la observación de su sombra sobre la Luna en los eclipses, pensadores como Tomás de Aquino analizaban y refundaba la filosofían a partir de los textos transcritos por los árabes, llegaban a la conclusión de que el mundo debía conocerse tal y como es, y entronizaban la razón como una herramienta para el debate ajena a la fe.
En medio de ese y otros debates de gran trascendencia, hubo uno que ha pasado desapercibido, pero que merece ser rescatado, aunque sólo sea para reivindicar a unas personas que, aunque equivocadas en sus argumentos, intentaban mejorar la vida de sus semejantes.
A priori, podríamos pensar que el sexo no sería un tema muy debatido en esos siglos. Menos aún si nos referimos al placer, no a la mera reproducción. Pero ese fue el caso. Después de todo si la iglesia condenó una y cien veces la nefanda costumbre de los baños públicos, por ser estos ocasión de escándalos, aventuras, citas y lances de todo tipo, al excitarse la lascivia de unos y otras por la contemplación de cuerpos desnudos y los calores vaporosos, es que la relajación de las costumbres era muy superior a la que suponemos hoy en día.
Los mismos poetas que cantaban al amor cortés no tenian reparo en escribir rimas que hoy en día no pasarían la censura de puro obscenas y explícitas, e incluso todo un duque, Guillermo de Aquitania, no dudó en describirse como trinchador de mozas y compuso versos muy poco sutiles al rememorar su encuentro con dos alegres hermanas en busca de fiesta, camino del Lemosin. Las damas se aseguran de su discreción y entonces...
«Hermana», dijo Agnés a Ernessén
«que es mudo, se ve bien»;
«Hermana dispongámonos al deleite
y a la holganza»;
ocho días o más, estuve
en tal compañía.
Tanto las follé como oiréis
ciento ochenta y ocho veces
que a poco rompo mi correaje
y mi arnés
y no os diré, por vergüenza
la enfermedad que pillé.
Y fue en este ambiente de festiva carnalidad y condena nada encubierta, donde se desarrolló la curiosa discusión sobre el derecho de la mujer al orgasmo. Todo arrancó de un comentario de Hipócrates, donde el padre de la medicina enseñaba que la mujer producía semen como el hombre, y su esperma se reunía en la vagina con el masculino, rezumando el sobrante por la abertura de la vulva (tal vez refiriéndose a la lubricación, en ocasiones muy evidente, o icluso a la eyaculación femenina). Esta aseveración fue apoyada por Galeno, que opinó a su vez que la función del semen femenino era excitar sexualmente a la mujer, abrir el cuello del útero y facilitar la fecundación.
Hoy sabemos que la mujer no produce semen, aunque las glándulas de Sneke sí emiten un fluido bastante similar al líquido espermático. Pero en la Edad Media la autoridad de los clásicos era indiscutible, ya que no era factible realizar disecciones ni estudiar la anatomía humana de forma detallada (recordemos que el clítoris no fue descrito hasta el siglo XVI) así que los médicos europeos aceptaron la autoritas de sus ilustres predecesores, y llegaron a la logica conclusión de que, si el esperma femenino era necesario para la fecundación, y la eyaculación en el hombre se producía a consecuencia del placer, la femenina funcionaría igual. Ergo, para asegurar la fertilidad, era necesario que las mujeres sintieran placer con el coíto.
Hemos mencionado que el clítoris no fue descrito hasta el siglo XVI, en concreto hacia el año 1559, pero eso no significa que se ignorara su existencia, ya que las mujeres medievales, como las de la Antigüedad (y las de la prehistoria, es un suponer) ya sabían lo agradable que resulta sacarle brillo a esa cabecita tan traviesa que se esconde encima de la vagina. Pero la iglesia, recordemos, condenaba de forma implacable el nefando vicio solitario, así que hablar del mejor amigo de la mujer resultaba arriesgado. En consecuencia los médicos atribuían el deseo y el placer sexual al útero (de ahi el término histeria, empleado para designar los síntomas del deseo insatisfecho y, posteriormente, de todo mal femenino). El error era lógico, ya que muchos pensadores medievales consideraban que los órganos sexuales femeninos eran un reflejo invertido de los masculinos, luego si el hombre notaba el placer en la punta del carajo, la mujer debía sentirlo en su inverso, al fondo de la vagina, en la boca del útero. En cuanto al clítoris, la explicación más aceptada era la de Galeno, que opinaba que esa estructura actuaba como soporte de los labios vaginales, que a su vez debían proteger el interior de la vagina del frío.
Las explicaciones sobre la anatomía sexual femenina resultan francamente exóticas, vistas con nuestros ojos modernos, ya que el escritor tunecino Ahmad-al-Tifashi afirmaba que, dado que las mujeres sentían placer cuando el varón acariciaba sus pechos y jugueteaba con sus pezones, seguramente el flujo seminal de la mujer partía de ahí, de la zona situada tras las clavículas. En cuanto al origen del deseo sexual, los autores coincidían en que se debían al exceso de volumen de los órganos sexuales, motivado por el acúmulo de semen bien en los testículos, bien en los ovarios.
Fueran cuales fueran las ideas de los anatomistas del medievo sobre la mujer, la cuestión que nos interesa es que, al deducir la necesidad del placer femenino para la procreación, se encontraron con una justificación del orgasmo más allá de la aristotélica (que se reducía a la necesidad del placer para engañar a humanos y animales e incitarles a reproducirse). Y eso suponía un contrapeso a las tesis que consideraban el placer sexual como un sentimiento inmundo ocasionado por la pervivencia del pecado original en los órganos reproductivos, a todas luces impuros e imperfectos.
Claro está que el placer debía mantenerse en unos límites razonables para no caer en el vicio, ya que, de acuerdo a Alberto Magno, observador tan avispado que incluso comprobó que algunas mujeres alcanzaban el placer con sólo frotar sus muslos entre sí (lo que por cierto tiraba por tierra la idea de la responsabilidad uterina) el exceso de esperma generado por la cópula sin freno atiborraría la matriz de la mujer, dejándola tan resbaladiza que la simiente no lograría sujetarse y caería al vacío.
Pero, con o sin límites a la impudicia, una cosa quedaba clara: si deseaban tener descendencia, los hombres tenían la obligación de ofrecer placer a sus compañeras.
(Continuará)
La historia original y las referencias proceden de la excelente obra Historia Medieval del sexo y el erotismo, de Ana Martos
Escuchando a Marcelus Wallace, está muy claro que el concepto que el vulgo tiene sobre la Edad Media no es demasiado positivo. El término con el que suele designarse a esa etapa de la historia europea no podría ser más descriptivo: los tiempos oscuros.
Sin embargo, el medievo no sólo fue esa época de oscuridad y rechinar de dientes que nos han vendido durante décadas. También fue una época de debate y descubrimiento, sobre todo a partir del primer milenio. En la Universidad de París, mientras se demostraba la esfericidad de la Tierra mediante la observación de su sombra sobre la Luna en los eclipses, pensadores como Tomás de Aquino analizaban y refundaba la filosofían a partir de los textos transcritos por los árabes, llegaban a la conclusión de que el mundo debía conocerse tal y como es, y entronizaban la razón como una herramienta para el debate ajena a la fe.
En medio de ese y otros debates de gran trascendencia, hubo uno que ha pasado desapercibido, pero que merece ser rescatado, aunque sólo sea para reivindicar a unas personas que, aunque equivocadas en sus argumentos, intentaban mejorar la vida de sus semejantes.
A priori, podríamos pensar que el sexo no sería un tema muy debatido en esos siglos. Menos aún si nos referimos al placer, no a la mera reproducción. Pero ese fue el caso. Después de todo si la iglesia condenó una y cien veces la nefanda costumbre de los baños públicos, por ser estos ocasión de escándalos, aventuras, citas y lances de todo tipo, al excitarse la lascivia de unos y otras por la contemplación de cuerpos desnudos y los calores vaporosos, es que la relajación de las costumbres era muy superior a la que suponemos hoy en día.
Los mismos poetas que cantaban al amor cortés no tenian reparo en escribir rimas que hoy en día no pasarían la censura de puro obscenas y explícitas, e incluso todo un duque, Guillermo de Aquitania, no dudó en describirse como trinchador de mozas y compuso versos muy poco sutiles al rememorar su encuentro con dos alegres hermanas en busca de fiesta, camino del Lemosin. Las damas se aseguran de su discreción y entonces...
«Hermana», dijo Agnés a Ernessén
«que es mudo, se ve bien»;
«Hermana dispongámonos al deleite
y a la holganza»;
ocho días o más, estuve
en tal compañía.
Tanto las follé como oiréis
ciento ochenta y ocho veces
que a poco rompo mi correaje
y mi arnés
y no os diré, por vergüenza
la enfermedad que pillé.
Y fue en este ambiente de festiva carnalidad y condena nada encubierta, donde se desarrolló la curiosa discusión sobre el derecho de la mujer al orgasmo. Todo arrancó de un comentario de Hipócrates, donde el padre de la medicina enseñaba que la mujer producía semen como el hombre, y su esperma se reunía en la vagina con el masculino, rezumando el sobrante por la abertura de la vulva (tal vez refiriéndose a la lubricación, en ocasiones muy evidente, o icluso a la eyaculación femenina). Esta aseveración fue apoyada por Galeno, que opinó a su vez que la función del semen femenino era excitar sexualmente a la mujer, abrir el cuello del útero y facilitar la fecundación.
Hoy sabemos que la mujer no produce semen, aunque las glándulas de Sneke sí emiten un fluido bastante similar al líquido espermático. Pero en la Edad Media la autoridad de los clásicos era indiscutible, ya que no era factible realizar disecciones ni estudiar la anatomía humana de forma detallada (recordemos que el clítoris no fue descrito hasta el siglo XVI) así que los médicos europeos aceptaron la autoritas de sus ilustres predecesores, y llegaron a la logica conclusión de que, si el esperma femenino era necesario para la fecundación, y la eyaculación en el hombre se producía a consecuencia del placer, la femenina funcionaría igual. Ergo, para asegurar la fertilidad, era necesario que las mujeres sintieran placer con el coíto.
Hemos mencionado que el clítoris no fue descrito hasta el siglo XVI, en concreto hacia el año 1559, pero eso no significa que se ignorara su existencia, ya que las mujeres medievales, como las de la Antigüedad (y las de la prehistoria, es un suponer) ya sabían lo agradable que resulta sacarle brillo a esa cabecita tan traviesa que se esconde encima de la vagina. Pero la iglesia, recordemos, condenaba de forma implacable el nefando vicio solitario, así que hablar del mejor amigo de la mujer resultaba arriesgado. En consecuencia los médicos atribuían el deseo y el placer sexual al útero (de ahi el término histeria, empleado para designar los síntomas del deseo insatisfecho y, posteriormente, de todo mal femenino). El error era lógico, ya que muchos pensadores medievales consideraban que los órganos sexuales femeninos eran un reflejo invertido de los masculinos, luego si el hombre notaba el placer en la punta del carajo, la mujer debía sentirlo en su inverso, al fondo de la vagina, en la boca del útero. En cuanto al clítoris, la explicación más aceptada era la de Galeno, que opinaba que esa estructura actuaba como soporte de los labios vaginales, que a su vez debían proteger el interior de la vagina del frío.
Las explicaciones sobre la anatomía sexual femenina resultan francamente exóticas, vistas con nuestros ojos modernos, ya que el escritor tunecino Ahmad-al-Tifashi afirmaba que, dado que las mujeres sentían placer cuando el varón acariciaba sus pechos y jugueteaba con sus pezones, seguramente el flujo seminal de la mujer partía de ahí, de la zona situada tras las clavículas. En cuanto al origen del deseo sexual, los autores coincidían en que se debían al exceso de volumen de los órganos sexuales, motivado por el acúmulo de semen bien en los testículos, bien en los ovarios.
Fueran cuales fueran las ideas de los anatomistas del medievo sobre la mujer, la cuestión que nos interesa es que, al deducir la necesidad del placer femenino para la procreación, se encontraron con una justificación del orgasmo más allá de la aristotélica (que se reducía a la necesidad del placer para engañar a humanos y animales e incitarles a reproducirse). Y eso suponía un contrapeso a las tesis que consideraban el placer sexual como un sentimiento inmundo ocasionado por la pervivencia del pecado original en los órganos reproductivos, a todas luces impuros e imperfectos.
Claro está que el placer debía mantenerse en unos límites razonables para no caer en el vicio, ya que, de acuerdo a Alberto Magno, observador tan avispado que incluso comprobó que algunas mujeres alcanzaban el placer con sólo frotar sus muslos entre sí (lo que por cierto tiraba por tierra la idea de la responsabilidad uterina) el exceso de esperma generado por la cópula sin freno atiborraría la matriz de la mujer, dejándola tan resbaladiza que la simiente no lograría sujetarse y caería al vacío.
Pero, con o sin límites a la impudicia, una cosa quedaba clara: si deseaban tener descendencia, los hombres tenían la obligación de ofrecer placer a sus compañeras.
(Continuará)
La historia original y las referencias proceden de la excelente obra Historia Medieval del sexo y el erotismo, de Ana Martos