Existe una imagen de Roma bastante
extendida entre el público, la de una civilización avanzada, cuya
caída frenó el progreso de la humanidad durante siglos hasta que la
antorcha de la racionalidad fue retomada por los humanistas del
Renacimiento. Después de todo los romanos extendieron la
civilización, transmitieron el legado helénico, favorecieron las
artes, trajeron el derecho, acabaron con las religiones sangrientas
que exigían sacrificios... hablando en plata, en esa imagen los
romanos somos nosotros, pero con faldita.
¿Qué hay de cierto en esa idea? Bastante
poca cosa. Antes de su expansión, Roma no era a priori muy diferente
de cualquier otra ciudad estado del Mediterráneo, salvo por el hecho
de que los campesinos participaban activamente de la vida política y
constituían la espina dorsal del ejército, al contrario que, por
ejemplo, las ciudades griegas, donde los agricultores estaban
excluidos de los derechos ciudadanos, o Cartago, que confiaba en
tropas mercenarias antes que en levas.
Tampoco la evolución
política de Roma difiere gran cosa de su entorno: Atenas, sin
llamarse a sí misma república, lo era de facto, como lo fue Roma
tras la expulsión de los tarquinos. Cartago, la gran rival, también
contaba con estructuras políticas similares al Senado, y en las
ciudades itálicas y sicilianas había un amplio abanico de opciones
pero muchas, en mayor o menor medida, se basaban en asambleas de
familias notables y una cierta participación popular.
Pero,
podríamos preguntarnos, si no había, en lo esencial, grandes
diferencias ¿qué llevó al ascenso de Roma? Personalmente creo que
la respuesta es la obstinación y el temor.
Tradicionalmente
establecemos el momento fundacional de Roma entre la mítica
constitución de la urbe por Rómulo y Remo hasta la guerra y
posterior acuerdo (probablemente también míticos) con los sabinos. Sin
embargo, lo que iba a definir el carácter romano no son esos hechos,
sino su saqueo a manos de los senones dirigidos por Breno, en el
siglo IV. A raíz de ese suceso, en el alma romana quedó grabada a
fuego la idea de que el mundo se dividía entre lo que había más
allá de las murallas de Roma, y lo que quedaba en su interior, y que
la única forma de garantizar la supervivencia de Roma sería mantener lo de fuera cuanto más lejos, mejor, y aplastar a cualquiera que
supusiera una amenaza, real o en potencia.
A partir de ese
momento Roma se desentenderá totalmente de lo que hay mas allá de
sus fronteras, salvo para destruir aquello que la amenace, de forma
real, potencial o incluso imaginaria, o para saciar su sed de
riquezas, ya sea en forma de tierras cultivables, metales preciosos o
esclavos. Puede parecer que esto es exagerado, dado que supuestamente
gracias a los romanos sabemos mucho de los pueblos y tierras de su
alrededor, pero si miramos con lupa lo que nos dicen sus autores
surge un patrón muy característico. Solo por poner un ejemplo, las
dos grandes civilizaciones que se opusieron al poder de Roma fueron
Etruria, en la primera época republicana, y Cartago, cuando los
romanos avanzaron más allá de la Península Itálica. Y ¿qué es
lo que sabemos de estos dos pueblos?
Prácticamente nada.
Algunos lugares comunes sobre lo decadentes y débiles que eran los
etruscos, algunas notas sobre el espíritu traicionero y sanguinario
de los púnicos y poco más. Sabemos que Cartago se regía por un
sistema que recordaba al romano, pero no como eran su
política, su cultura, sus tradiciones (la mayoría de las cuales se
deducen por extrapolación de las tirias). No nos queda ni una muestra del idioma etrusco, que los romanos debieron a la fuerza conocer*. Por no
tener, de Cartago no tenemos ni siquiera restos reconocibles, hasta
tal punto se dedicaron a borrar todo recuerdo de su existencia.
De
los pueblos iberos, galos o germanos, tenemos descripciones muy
exóticas, pero todas son sospechosamente parecidas. Los bárbaros son valientes, viven de la caza y la ganadería, visten
pieles y comen pan hecho de bellotas. Pero no hay tantas bellotas, y
ni Galia ni Hispania eran tierras incivilizadas y salvajes, sino el
hogar de culturas dinámicas, así que, muy probablemente, autores
como Estrabon se limiten a repetir lugares comunes, porque TODO EL
MUNDO SABE que los barbaros son seres incivilizados que visten pieles
y comen harina de bellotas así que ¿qué necesidad hay de decir
nada más?
No hablamos solo de ignorancia respecto a los
pueblos vecinos. Roma no se preocupa tampoco por la geografía. Suena
extraño en un pueblo que desarrolló una increíble red viaria, pero
si bien los romanos gestionaban muy bien las distancias lineales,
vitales para la logística y el comercio, carecían del concepto
mismo de mapa. Es más, si las observaciones de un viajero, o una
expedición, no coincidían con lo que decía la tradición, se
consideraban que eran equivocadas. Así, los informes de la
expedición naval de Germanico por las costas del mar del norte
fueron desechadas ya que la tradición decía que la costa norte de
Europa era lineal, sin penínsulas, y de acuerdo a esa misma tradición
los romanos consideraban que Inglaterra era una isla achatada en mitad del
Cantábrico a igual distancia de Hispania que de la Galia
Otro
de los puntos que se suelen mencionar a favor de la modernidad de
Roma es el haber alcanzado una religión libre de sacrificios humanos,
al contrario que los cartagineses o los galos, pero esa idea no se
sostiene: los combates de gladiadores eran sacrificios humanos en
honor de un difunto, y no hablamos de unas docenas sino de centenares
e incluso miles de muertes anuales. El pueblo romano era una masa
ávida de sangre, y sus gobernantes gastaban ingentes sumas para
saciar esa sed
La economía romana tampoco se basaba en la
racionalidad. La historia de Roma tras la primera guerra púnica es
una continua huida hacia adelante para sostener un sistema que se
devoraba a sí mismo. La segunda guerra púnica destruyó a la casta
de granjeros y pequeños agricultores que constituían la espina
dorsal de la sociedad y el ejercito romano, arruinándoles y causando
una desigualdad social que ya nunca dejo de crecer. El estado se veía
forzado a continuas acuñaciones para mantener suficiente moneda en
circulación debido al acaparamiento de la moneda de calidad por las
clases adineradas, a la necesidad de pagar al ejército y al costo,
siempre en aumento, de las importaciones de alimentos, ya que el
propio agro italiano y siciliano fue poco a poco dedicado casi en
exclusiva a la ganadería, mucho más rentable económicamente para
los latifundistas. Las campañas contra Dacia o Partia eran puras
expediciones de saqueo en un intento de volver a llenar los cofres
imperiales del oro y la plata que, año tras año, se perdía rumbo a
oriente para pagar especias y productos de lujo, dado que la propia
Roma era incapaz de producir nada que interesara a China o la India,
más allá de sus metales preciosos.
El derecho romano merece un vistazo aparte. Sobre el papel, Roma fue el gobierno de la justicia y la igualdad. La realidad es mucho mas cruda: la maraña legislativa romana era un cumulo de normativas amontonadas unas sobre otras, que de cuando en cuando era expurgada antes de un nuevo amontonamiento, como sucedió en tiempos de Adriano. Pero, además, la ley no era igual para todos porque no había mecanismos que pudieran garantizar su aplicación. Un ciudadano pobre, que se viera avasallado por uno rico, no podría ir a los tribunales para pedir justicia porque no podría pagársela, aunque su poderoso vecino hubiera mandado una turba de matones a apalearle públicamente y despojarle de todos sus bienes. La única forma que tenía el romano de a pie para protegerse era acogerse a la protección de un poderoso, es decir, entrar en su red clientelar, a cambio, por supuesto de su devocion y fidelidad. Al final, los tribunales eran el lugar donde los ricos disputaban, y el derecho, en muchos casos, una distracción, un pasatiempo para los pleiteadores que pasaban su vida demandándose por rencores de causas olvidadas décadas atrás.
La brillantez cultural de
Roma es, de nuevo, un espejismo. La cultura Mediterránea, al
comienzo de la segunda guerra púnica, estaba en su apogeo, gracias
al flujo constante de influencias entre culturas diferentes y vivas,
como la del Egipto de los ptolomeos, la seleucida, la
grecomacedónica, la cartaginesa, las diversas culturas gálicas o
hispánicas... ¿o
pensabais que la Dama de Elche la hicieron unos
extraterrestres?
Toda esa vida, ese esplendor, quedó
aplastado bajo las
caligae de las legiones. Roma impuso su cultura
como la única válida, con un cierto barniz helénico y detalles
orientalizantes a medida que el Principado dio paso al Imperio medio,
pero la realidad es que el flujo del arte y las ideas cesó, ahogado
por una homogeneidad imitativa que se iría repitiendo a sí misma
durante siglos, sin creatividad (los monumentos tardoimperiales se limitaban a expoliar las
construcciones republicanas o del principado, recargándolo todo con
más decoración)
Pero, me diréis, los romanos nos
transmitieron el legado de los griegos. No, los romanos nos
transmitieron lo que les gustó del legado griego. El resto lo
ignoraron, cuando no lo destruyeron. Hemos necesitado 20 siglos para
descubrir que en la época tardohelenista los astrónomos utilizaban
calculadoras mecánicas para predecir los movimientos estelares,
porque los romanos nunca se interesaron por esas máquinas más allá
de verlas como juguetes o curiosidades, y de no ser por el hallazgo
de Antikitera seguiríamos ignorándolo todo respecto a una matemática
y una manufactura mecánica que no se igualaron hasta el siglo XVIII.
Roma no fue la gran preservadora, sino la gran destructora. Se dice que la Edad Media fue una época de oscuridad cultural, pero en realidad el marasmo llevaba ya tiempo extendiéndose bajo una losa inamovible y asfixiante y, pasados los primeros siglos, la Baja Edad Media fue un período de ebullición cultural que alcanzó su colofón en el Renacimiento
Y
os preguntaréis, si tan bestias eran, si tan cerriles, si tan
salvajes ¿como prevalecieron? Pues precisamente por eso. Los romanos
eran cerriles hasta la extenuación. Daba igual cuanto tardaran,
cuantas derrotas cosecharan, cuantas legiones fueran necesarias: si
Roma decidía la destrucción de una nación, la conquista de un
territorio, tarde o temprano tendría lugar, al precio que fuera. Empecinamiento, como dijimos al principio, ya que incluso tras una derrota los supervivientes se refugiarían en sus campamentos fortificados y, cuando el enemigo victorioso se dispersara, las legiones seguirían ahí, a la espera de volver a luchar. Aunque no hubiera ningún beneficio real en ello, aunque cada
conquista supusiera un nuevo frente abierto que nunca se cerraría. El orgullo romano exigía no volver jamas atrás, y sólo conocemos un
caso en el que Roma desistiera, estando en la plenitud de sus
fuerzas: el de Germania.
Y, pasada la época de las conquistas, destruida Cartago, conquistada Grecia, Siria, Egipto... el Imperio posterior al Principado sobrevivió por inercia, porque ya no quedaba ningún poder rival que aspirara a destruirlo, y sus enemigos**, como los pueblos godos, no aspiraban a arrasar Roma sino a ser parte de ella, hasta que se dieron cuenta de que Roma, en realidad, ya no existía más que de nombre. La pregunta no es porqué cayó el Imperio, sino porqué no cayó mucho antes.
Los romanos sólo sabían hacer dos cosas
bien: masacrar pueblos, y construir obras duraderas. Y ellos mismos
eran muy conscientes de ello. Nos lo dejó dicho Tácito, en palabras
que siguen resonando a través de los siglos
Auferre, trucidare, rapere falsis nominibus imperium, atque ubi solitudinem faciunt, pacem appellant
A la rapiña, el asesinato y el robo, los llaman con falso nombre gobernar. Crean un desierto, y lo llaman Paz
* Los romanos evidentemente tuvieron que ser capaces de leer y escribir la lengua de los etruscos, pero no hay ni un fragmento latino que nos permita entender ni siquiera por encima las inscripciones etruscas. Si alguna vez escribieron gramáticas o diccionarios, acabaron por olvidarlos
** Odonato de Palmira se consideraba a sí mismo protector del Imperio, y su viuda, Zenobia, no aspiraba a destruir Roma, sino a reemplazarla